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miércoles, 29 de agosto de 2012

CAPITULO 4

No faltaba mucho para el amanecer, pero en vez de regresar al centro de operaciones para dormir unas horas e informar a Jordán, Peter condujo la Harley en dirección a su casa. No se lo podía quitar de la cabeza. ¿Mariana estaba saliendo con alguien? ¿Se estaba acostando con su viejo amigo Duncan Sykes? Tenía que saberlo. Tema que verla con sus propios ojos, sentirla, saber que le pertenecía aunque supiera que no podía tenerla. Habían pasado seis años. No podía volver a la vida. Thiago Bedolla estaba muerto, no era más que un nombre del pasado. El hombre que él había sido y al que Mariana había amado estaba muerto. ¿Habría encontrado a alguien con quien reemplazarle? No quería ni pensarlo. Llevaba más de seis años sin las caricias de su esposa, sin oler su suave perfume. Y ni siquiera podía tomar a otra mujer; incluso odiaba la idea de hacerlo. Sus votos no se lo permitían. El alma de Lali  lo retenía. Pero él no podía tenerla, y tampoco a ninguna otra. ¿Cómo podría vivir sabiendo que estaba en los brazos de otro hombre? Tomó una calle lateral y detuvo la Harley bajo el refugio de los árboles, giró la llave de contacto, apagó el motor y comenzó a recorrer el corto trayecto que conducía a la parte trasera del que había sido su hogar; una casa de ladrillo de dos pisos en las afueras del pueblo. No había vecinos cerca que pudieran ver cómo entraba en los límites de la propiedad. Sólo iba a estar allí un minuto, se dijo a sí mismo mientras se movía bajo la tenue luz del amanecer, manteniéndose bajo el refugio de los árboles que bordeaban el patio trasero. Casi había entrado en el patio cuando se detuvo en seco y se quedó petrificado ante la visión que apareció en el porche trasero.

Sintió como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago, haciéndole doblarse en dos. De inmediato, una violenta erección presionó contra sus vaqueros. Se le aceleró el ritmo cardíaco y la sangre fluyó por sus venas con una rapidez vertiginosa. Se quedó sin aliento y cerró los puños con tal fuerza que le dolieron los huesos de los dedos. Clavó los ojos en la mujer, en la blanca camisa masculina que le caía hasta los muslos y que estaba abierta, revelando el sujetador y las bragas que llevaba puestos. Ella levantó una humeante taza de café mientras veía despuntar el alba, que iluminaba el patio, el porche y a ella misma con aquellos rayos dorados y violetas. 
—Mariana —susurró. 
Rory había notado su desliz. Siempre la había llamado Lali a menos que la desease. A menos que la necesidad de enterrarse en el aterciopelado y embriagador calor del cuerpo de su esposa fuera abrumadora. Y jamás había sido tan abrumadora como ahora. Imaginó el olor de su perfume en el aire, una mezcla de madreselva y esencia femenina. Imaginó sentir contra la palma de su mano la calidez de su carne sedosa y vibrante abriéndose para él, mientras aquellos labios rosados susurraban su nombre. Recordó cuántas veces —muchas, de hecho— la había poseído en el porche trasero de la casa. La había puesto a horcajadas sobre él mientras estaba sentado en el balancín o la había hecho inclinarse sobre la barandilla de hierro, penetrándola desde atrás. Una dolorosa agonía le atravesó el pecho y se le clavó en el alma como los colmillos de un animal salvaje. Así era cómo él quería morderla. Quería agarrar su cuello entre los dientes y mantenerla sujeta bajo él como un animal. Quería poseerla y oír sus gritos pidiendo más. Pero los gritos que la joven proferiría ahora serían muy diferentes, pensó. El hombre que era ahora, las ansias oscuras que lo invadían, la aterrorizarían. Aun así, siguió mirándola. Observó cómo tomaba aquella primera taza de café, cómo un placer casi sensual inundaba su rostro cuando el líquido caliente traspasaba sus labios, y se permitió a sí mismo recordar aquella sensualidad que un día había sentido en su propia piel. Recordó su forma de reírse y sus sonrisas. Cómo era tocarla, abrazarla, y tuvo que contener la necesidad de recordar los sueños que había compartido con ella. Los sueños que había tenido entonces. Sueños sencillos. Un perro y un niño. Quizá una piscina en el patio trasero. Y ahora estaba allí, oculto entre las sombras, observando cómo su esposa alzaba su rostro demasiado sombrío hacia el amanecer. Incluso hubiera podido jurar que había escuchado cómo susurraba su nombre. Sólo faltaban unas horas para volver a verla, pensó. Informaría a Jordán, se ducharía y después de vestirse iría al taller. Al volver a Tejas con los demás miembros de la unidad de Operaciones Especiales, Peter se había dicho a sí mismo que haría el trabajo y se iría. Así de simple. Pero ahora, mientras miraba a su esposa, tuvo el presentimiento de que no sería tan sencillo como había pensado. Ese día, regresaría a la vida de su mujer como otro hombre. Un hombre cuyos deseos eran tan oscuros, tan intensos, que a veces se quedaba paralizado. Un renegado. Un hombre sin alma. Volvería a ella. Pero no como Thiago Bedolla, sino como Peter Lanzani. Y entraría en la vida de Mariana como ella jamás hubiera imaginado que haría


-Hola, Lali. Mike Conrad acaba de llamar preguntando por su coche y ese condenado motor aún no está listo. Ya viene de camino y parece que ha bebido otra vez. Por cierto, hay un hombre esperándote en tu oficina. Rory llamó para decir que es su amigo y que lo contratáramos. Odio hablarle a tus piernas. ¿Por qué no sales de debajo de ese coche?-
 Las cosas no pintaban bien. Su recepcionista no parecía contento y sí muy irritado por las primeras llamadas del día. Mariana alzó la mirada hacia las entrañas del vehículo en el que estaba trabajando. En su primera inspección había encontrado grasa, mugre y años de negligencia. Un reflejo de su propia vida, pensó con una mueca de disgusto. 
—¿Piensas contestarme hoy, Lali? —Toby sonaba cada vez más irritado—. Mira, el tío del despacho parece un auténtico imbécil. Me temo que me arrancará la cabeza y jugará al béisbol con ella si no vas a hablar con él ya. 

Mariana casi curvó los labios. Toby, con su larguirucho cuerpo, le recordaba a veces a Rory, el hermano de Thiago, la primera vez que lo había visto. Y podía llegar a ser tan melodramático como su cuñado lo había sido. Se agarró a la parte inferior del motor y se deslizó por el cemento hasta que liberó la cabeza y miró a Toby, el joven que había contratado para que se encargara de la oficina. El muchacho, que se había recogido el pelo castaño claro en una coleta, tenía los ojos llenos de preocupación y el ceño fruncido. Maldición, ella no tenía tiempo para eso.
 —Le dije a Mike que su coche estaría listo mañana, no hoy. —Lali se incorporó sobre el estrecho carrito de plástico que utilizaba para meterse debajo de los coches cuando reparaba las averías. Apoyó los brazos en las rodillas y se quedó mirando por un momento a su empleado con exasperación. —No vamos a contratar a nadie, y Rory llegará cuando llegue. Es todo lo que sé, así que ocúpate tú del resto. —-
Se limpió los dedos negros en los vaqueros antes de apartarse los mechones sueltos de la cara y se tendió de nuevo sobre el carrito, decidida a poner a punto el sedán que los mecánicos habían olvidado decirle que tenían que entregar. Mike Conrad no era el único que le había confiado su vehículo. 
—Ah, no, de eso nada. —Toby negó con la cabeza cuando ella comenzó a moverse—. De ninguna manera puedo ocuparme de ese tío, Lali. Es el tipo de hombre con el que no me gustaría pelear. Esto no forma parte de mi trabajo, ¿sabes? Tendrás que encargarte tú de él. 
Reticente, Mariana volvió a salir de debajo del coche. Estaba furiosa por la impaciencia más que por la actitud de su empleado. Toby solía ser muy eficiente y sabía cómo lidiar con los clientes más intransigentes con una facilidad envidiable. 
—Sólo tienes que decirle que vuelva mañana. Rory estará aquí... —Exasperada, agachó la cabeza cuando él comenzó a negar violentamente con la cabeza—. Genial. -Logró ponerse de pie y colocó el carrito contra la pared del taller. Luego cogió una toalla sucia e intentó limpiarse el aceite de las manos. Segundos después, lanzó el trapo al banco y atravesó el taller en dirección a la oficina. 
No podían permitirse contratar a un nuevo mecánico por mucho que lo necesitaran para mantener el taller al día. Mariana era muy consciente de que estaba a punto de perderlo todo. Si no lograba arreglar el lío que había permitido que se produjera en aquellos tres primeros y horribles años después de la muerte de su marido, el banco se quedaría con el taller y la casa. Los beneficios que obtenía no eran suficientes para salvarlo todo. No podía dejar que otros ocuparan la casa que Thiago y ella habían compartido. Llevaba tres años intentando conservarla. No, no lo permitiría.
Dios, no podía perder aquel último vínculo con él. Era todo lo que le quedaba de su marido. 
—Dile a Danny que quiero ese coche arreglado y fuera de aquí esta misma tarde —-le ordenó a Toby de camino a la oficina—. Y dile también que tenemos que terminar de arreglar el todoterreno de los Carlton esta tarde. Jennie necesita el coche para ir a trabajar y aún nos falta colocar algunas piezas. Hay que terminarlo y probarlo. 
—Marchando. —Toby inclinó la cabeza antes de girarse y correr al otro lado del taller.
 —Y no corras —masculló ella, sabiendo que él no acataría esa orden aunque la hubiera oído. Era como un perrito. Todo piernas larguiruchas y energía nerviosa. Ni siquiera le había preguntado cómo se llamaba el hombre que buscaba trabajo. Negó con la cabeza y se pasó la mano por el pelo antes de abrir bruscamente la puerta de la oficina y detenerse en seco.
 Aquel hombre desprendía arrogancia. Tenía unos ojos color azul brumoso que quedaron grabados a fuego en el cerebro de Lali; unos ojos que resplandecían en un rostro bronceado y anguloso, con pómulos planos, una nariz ligeramente torcida y labios sensuales aunque no muy gruesos. Una barba oscura y recortada le cubría la mandíbula y las mejillas y le hacía parecer peligroso. Mariana sintió un escalofrío, una primitiva advertencia de peligro al clavar los ojos en él. Era alto y delgado, pero apostaría lo que fuera a que los músculos que ocultaban la chaqueta de cuero negra, la camiseta y los vaqueros, eran duros como el acero. Calzaba unas pesadas botas negras y cuando se puso en pie, la miró a través de unas sedosas y tupidas pestañas negras. Lo primero que Mariana  pensó al verlo fue que aquel desconocido era un depredador. Atractivo, fibroso y peligroso, la clase de hombre que la joven había aprendido a evitar tras la muerte de su marido. 
El se reclinó despreocupadamente contra el escritorio y apoyó las manos sobre la superficie mientras la examinaba como si ella fuese su presa. Por un momento, sólo un momento, Mariana tuvo la impresión de que retrocedía en el tiempo, hasta aquel día en que había entrado en el taller con el coche sobrecalentado y los nervios hechos trizas porque llegaba tarde a una entrevista de trabajo. Hacía calor y ella había estado sudando bajo el sol de finales de verano, maldiciendo el viaje desde Georgia y el calor de Tejas, que parecía más intenso que de costumbre. Ahora ella se encontraba en el lugar de Thiago, que entonces había sido el propietario del taller y más tarde su marido. Él la había recorrido lentamente con la mirada, con una sonrisa curvándole aquellos labios tan excitantes mientras sus ojos, unos brillantes y seductores ojos irlandeses, le habían robado el corazón. Sintió que la boca se le quedaba seca. Le temblaron las manos y notó calambres en el estómago cuando le devolvió la mirada a aquel desconocido. No conocía a ese hombre, no quería conocerlo, pero por un instante, sólo un instante, todo su pasado volvió a ella. Una sensación agridulce y dolorosa de amor y pérdida, de todo lo que el destino le había negado.
 —No tenemos vacantes. Por favor, váyase.- De acuerdo, eso había sido bastante grosero. Pero estaba muy ocupada y no necesitaba el dolor de cabeza que sabía que le provocaría ese hombre. 
—Rory me aseguró que necesitaban un mecánico. -Oh, Dios, qué voz. Era una voz profunda y áspera, casi gutural. Excitaba cada una de sus terminaciones nerviosas, provocando en ella una reacción sexual. Maldición, maldición, maldición. No necesita eso. No necesitaba que su cuerpo despertara ahora de su largo letargo. Y mucho menos que la excitara un hombre más peligroso y posiblemente más duro que cualquier otro que hubiera conocido. Esa voz era fría y decidida, pero con un trasfondo oscuro y voraz. Jamás había oído algo así en la voz de su marido, jamás había visto esa mirada en sus ojos.
La joven bajó la vista lentamente y se obligó a fijar la mirada en el rostro masculino, cubierto por una barba  de dos días que ocultaban sus rasgos. ¿Tenía cicatrices? No, no quería saberlo. No le importaba. 
—Rory no está aquí —se obligó a decir, casi haciendo una mueca ante el sonido áspero de su propia voz—. Y aunque no fuera así, él no es el dueño del taller. Soy yo la que toma las decisiones. No tenemos vacantes. El cambió de postura. Fascinada por aquel movimiento, Mariana deslizó la mirada por los poderosos y delgados muslos cubiertos por los vaqueros, por los duros abdominales que destacaban bajo la camiseta de algodón, por las botas que ocultaban unos pies grandes; una buena base para un hombre que debía de medir uno noventa. Al volver a mirarlo a la cara, observó que los ojos del hombre se habían desviado hacia las ventanas que daban a la gasolinera y el aparcamiento. Había varios coches aparcados bajo el ardiente sol del mediodía esperando para ser arreglados. La gasolinera, que parecía abandonada, estaba cerrada. El asfalto presentaba varias grietas y la hierba crecía por todos lados. Sí, el lugar no estaba en su mejor momento, pensó ignorando la frustración y el dolor. Pero lo hacía lo mejor que podía. Y estaba muchísimo mejor que hacía tres años, cuando se había visto obligada a salir del estupor en el que se había sumido para darse cuenta de que lo estaba perdiendo todo. 
—Está haciendo un buen trabajo aquí, aunque, si quiere sobrevivir, necesita a alguien dispuesto a trabajar y que sepa sacar lo mejor de sus empleados. —Volvió a mirarla fijamente y aquellos ojos azules amenazaron con robarle el aliento de nuevo. La voz masculina sonaba tranquila y razonable, pero aun así sintió que una oleada de furia la atravesaba. Cómo se atrevía aquel hombre a arruinar el frágil equilibrio que ella había encontrado en su vida, con aquellos ojos azules y esa voz áspera. Mariana alzó la barbilla altivamente, odiándolo, odiando esos ojos y el cansancio que parecía inundarlos. Y se negó a dejar que le importara. 
—Me van muy bien las cosas a mí sola, señor —le aseguró en tono burlón, mientras se erguía rígidamente—. Usted es un desconocido y... 
—Señora, sólo estoy indicando un hecho. -Oh, Dios... Lali quería comenzar a gritarle por robarle la paz, por acabar con la frágil tranquilidad que finalmente había logrado alcanzar, por provocar aquella inexplicable respuesta en su interior. 
—Necesito el trabajo, Rory me lo prometió —le dijo el desconocido esbozando una dura sonrisa—. Y él es su socio, ¿verdad? 
—Eso no importa —respondió ella—. Mire, señor...
 — Peter. Peter Lanzani. -Peter. Era un nombre irlandés. «Go síoraí, te amaré siempre». Por un momento, el deseo se apoderó de su mente y pensó en Thiago. Pero él no la había amado para siempre. La había dejado sola. La había dejado sobrevivir sin él durante seis desoladores años. Y ahora, otro feroz irlandés se estaba colando en su vida, intentando tomar el control. Negó con la cabeza. No, ni hablar. Ningún hombre volvería a poseerla como lo había hecho su marido. Era imposible. No iba a permitirlo. Lali abrió los ojos e irguió la cabeza, sintiendo que la vieja furia la consumía de nuevo. Enderezó los hombros y alzó la barbilla con gesto desafiante. 
—He dicho que no. Por favor, váyase. Debo terminar de arreglar un coche y no tengo tiempo que perder. —
Giró sobre los talones y regresó al taller, conteniendo el doloroso vacío que le constreñía la garganta y le humedecía los ojos. Terminaría por olvidarlo, no necesitaba que le recordaran unos ojos irlandeses, unos besos que le robaban el alma y unas promesas rotas. Su marido se había ido. Estaba muerto, su cuerpo yacía en un ataúd del gobierno enterrado en un oscuro agujero. Había visto cómo lo cubrían con cada paletada de tierra que sellaba una realidad que ella se negaba a aceptar.

2 comentarios:

  1. Lali está muy negada a enamorarse d nuevo,jajaja,no creo k esté ,con el tal Dunkan,k ya d x si, me da desconfianza.

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