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viernes, 31 de agosto de 2012

CAPITULO 5

Dios, cuánto lo había amado. Su risa, su voz, su enorme cuerpo y su temperamento. Se obligó a respirar a pesar de los recuerdos, a poner un pie delante del otro y a alejarse de aquel hombre que despertaba esos recuerdos en su interior. 
—Lali Esposito. —Una furiosa voz masculina interrumpió sus pensamientos y la obligó a detenerse cuando se dirigía al sedán en el que había estado trabajando minutos antes. 
Se volvió lentamente hacia las puertas abiertas del taller y contuvo una maldición. Las señoras no soltaban maldiciones, se recordó a sí misma. No importaba cuánto las provocaran. Y la estaban provocando. Dios, ¿por qué no se había quedado en la cama esa mañana? Mike Conrad no se detenía ante nada. Había sido amigo de su marido, pero ahora era una pesada carga para ella. 
—Mike, ahora mismo estaba trabajando en tu coche. —Levantó una mano para saludarlo mientras rezaba para que él no hubiera estado bebiendo—. Mañana lo tendrás a punto.
 —Ese pequeño bastardo de Rory me dijo que estaría listo en dos semanas. —Mike entró en el taller, ignorando la señal que advertía a los clientes que permanecieran detrás de la deslucida línea amarilla—. Me dijisteis dos semanas, ni un día más.
 Mariana se mordió la lengua y se recordó que no podía permitirse el lujo de enfurecerlo demasiado. Era el gerente del banco que poseía las letras del taller y de la casa, y la había amenazado más de una vez con que ejecutaría la hipoteca si dejaba de efectuar algún pago. Llevaba el escaso cabello rubio muy corto, casi al cero. Tenía los ojos llorosos e inyectados en sangre por el alcohol, y la cara hinchada, enrojecida y retorcida por la furia. Genial. Necesitaba eso tanto como al enorme hombre que acababa de dejar plantado en su oficina hacía un instante. 
—Hoy no estará listo. —La joven intentó hacer gala de una paciencia que no tenía. No podía enojarle; no mientras Mike pudiera ejecutar la hipoteca en cualquier momento. Además, había sido amigo de Thiago. Más o menos.
 —Ni hablar —replicó él malhumorado. Su ancho rostro picado de viruela estaba totalmente rojo cuando se acercó a ella y el olor a alcohol la abofeteó en la cara—. Vas a terminar ahora con mi todoterreno, perra, o puedes irte despidiendo del negocio ¿me has oído? Thiago no se sentiría demasiado orgulloso entonces de ese pequeño trasero que tienes. Este taller era su orgullo, todo por lo que luchó. -Definitivamente, Mike había bebido más de la cuenta. Nunca le había visto tan furioso. 
—Thiago está muerto —le recordó ella, luchando por mantener una calma que se había jurado no perder. Por alguna razón, Mike siempre parecía culparla de la muerte de su esposo—. Cómo se sentiría no viene al caso. 
Se irguió en toda su estatura, aunque sabía que su metro sesenta y cinco no podía competir con el metro ochenta de Mike. Era grueso, había echado barriga con los años. El hombre que Thiago había considerado una vez su amigo había dejado que la botella y los fracasos lo destruyeran con más rapidez de lo que el dolor de Lali casi había destruido el taller. 
—Thiago tendría que haberte dado una buena lección. Y debería haber dejado este lugar en manos responsables antes de permitir que lo mataran. —Las crueles palabras golpearon con fuerza en el corazón de Mariana, sin importar cuánto intentara ignorarlas—. Debería haber sabido que una  tonta como tú no sería capaz de sacar su negocio adelante. -
Demonios. Odiaba tener que decirle a Toby que llamara al sheriff. Le harían multitud de preguntas y luego tendría que rellenar un montón de papeleo, y ella no tenía tiempo para esas tonterías.
 —Pero no lo hizo, Mike. Y esta tonta está intentando hacer todo lo que puede. — Fue consciente de que los mecánicos estaban congregándose detrás de ella y quiso gemir de frustración. No necesitaba eso—. Tendrás tu todoterreno a primera hora de la mañana. Me queda esta noche según el contrato, así que te lo entregaré a tiempo. —No podía permitirse no hacerlo. Los enrojecidos ojos castaños de Mike la recorrieron de arriba debajo de una manera insultante.

-Si hay algo que tengo que reconocer es que Thiago se casó con una puta de primera.- Mariana entrecerró los ojos y se envaró. Le rechinaron los dientes por el esfuerzo de contener una réplica. Las cosas ya serían lo suficientemente malas cuando comenzaran a correr los rumores. No necesitaba empeorarlas, se recordó a sí misma.
 —Señor Conrad, la señora Esposito  ha dicho que mañana. —Toby se colocó al lado de Mariana, con la voz vibrando de cólera ante el insulto—. No estará listo hasta entonces. -
La mirada de Mike se clavó en el joven al tiempo que sus labios se curvaban en una sonrisa sarcástica.
 —¿Tú también te la tiras, muchacho? Esta puta de primera necesita una buena poll... — Jamás terminó la frase, y no fue porque Toby se le echara encima. Antes de que el muchacho pudiera recorrer el metro que los separaba, un oscuro borrón pasó ante ellos. Mike Conrad fue levantado en volandas y, literalmente, arrojado fuera del taller. Mariana se quedó mirando asombrada cómo el desconocido al que había negado el empleo levantaba a Mike del asfalto, sólo para lanzarlo contra el BMW descapotable que el banquero había dejado en el aparcamiento. Con el rostro convertido en una máscara de fría ira, Peter colocó una de sus enormes manos en el cuello de Mike y comenzó a apretar sin piedad. 
—Deténgase. —Mariana se obligó a moverse, a correr hacia ellos, a agarrar con sus pequeñas manos la muñeca de Peter mientras miraba horrorizada aquellos ojos fríos y despiadados—. Va a matarlo. Es sólo un borracho. ¡Maldita sea, he dicho que se detenga! -La furia brillaba con intensidad en aquellas profundidades azules, haciendo que la promesa de la muerte ensombreciera el inusual color de esos ojos inmisericordes mientras apretaba los dedos, torciendo los labios en una terrible mueca de furia. —¿Ha perdido el juicio? —gritó Mariana tirando de la gruesa muñeca, desesperada ahora que oía el jadeo estrangulado de Mike. La joven miró al desconocido llena de ira y reconoció la promesa de muerte en los ojos masculinos cuando él bajó la mirada hacia Mike Conrad.
 —Insúltela de nuevo —su voz era un sonido ronco y furioso mientras clavaba los ojos en los de Mike—, y lo mataré. -Lali sintió que la muñeca se relajaba y la oscura mirada del desconocido se enlazó con la suya. Un músculo le palpitaba en la mandíbula y tenía los labios apretados. Sus ojos llameaban cuando la miró por encima del hombro mientras soltaba a un Mike jadeante. Los ruidos que hizo el banquero al meterse en su BMW resonaron en el silencio del aparcamiento.
 —Rory me dijo que el apartamento que hay encima del garaje está disponible. —Peter  habló en un tono bajo y gutural—. Dejaré allí mis cosas y terminaré de poner a punto el todoterreno de este bastardo o le mataré ahora mismo. Usted decide. -
Mariana negó con la cabeza, aturdida, mientras el BMW se ponía en marcha tras ella y las ruedas rechinaban al salir del aparcamiento. Estaba segura de que el desconocido llevaría a cabo su amenaza si no le daba el empleo. 
—¿Por qué? —susurró la joven finalmente con voz ronca, al tiempo que intentaba encontrar sentido a todo aquello. ¿Por qué le pasaba eso? ¿Por qué en ese momento? ¿Por qué el destino había puesto en su camino a alguien que podía destruirla cuando finalmente empezaba a reconstruir su vida?
 —Elija.- Lali le soltó la muñeca, dándose cuenta de que todavía lo agarraba con una fuerza que ignoraba que poseía. Se obligó a soltarlo aflojando los dedos uno a uno. No podía responderle, no podía escoger. Lo único que tenía claro en aquel instante era que mataría a Rory en cuanto lo viera. Ignorando las caras conmocionadas y sorprendidas que la rodeaban, se giró y se encaminó lentamente de vuelta al taller. 
Tenía trabajo que hacer, y no podía, no debía dejar que aquello interfiriera No necesitaba eso. Se tumbó en el carrito y lo hizo rodar bajo el coche que tema que terminar de arreglar. Unos ajustes más y estaría listo. Sólo sería un momento. Cogió la llave inglesa del suelo de cemento y empezó a trabajar tratando de ignorar las lágrimas que le rodaban por las sienes y que le mojaban al pelo, tratando de ignorar el dolor que le oprimía el pecho y que le desgarraba el corazón. Tenía trabajo que hacer. Cuando todos se hubieran ido, le pagaría a Peter un día de sueldo y le diría que se fuera. No sería fácil. Necesitaba el dinero y tenía que pagar el recibo de la hipoteca la semana siguiente. Si no encontraba una solución, se vería obligada a vender parte de las joyas que su madre le había dejado para cubrir el pago. Pero si de algo estaba segura era de que Peter tenía  que marcharse. No podía controlar la respuesta instantánea de su cuerpo ante él, ni la extraña y compleja ira que la inundaba cuando lo veía. Había algo en aquel hombre que le resultaba demasiado familiar y peligroso, y no podía permitirse tenerlo cerca. Había conseguido remover algo oculto en su interior. Le había hecho sentir algo más que la pena a la que se había resignado hacía tres años cuando había decidido dejar el luto. Algunas veces, como ahora, se arrepentía de ello. Lali no percibió el sollozo que le rasgó el pecho ante tales pensamientos, pero el hombre que se había detenido junto al coche sí que lo oyó. 
Lo oyó y lo odió. Peter todavía sentía una violenta furia en sus entrañas, una furia que envolvía su mente en una neblina rojiza. Ver a Mike, oír las crueles palabras con las que había insultado a Mariana, le había hecho perder el juicio. Incluso ahora, quería matar al que había sido su amigo años atrás. Toda una vida de amistad se había esfumado en un segundo. Por lo que a Peter concernía, Mike estaba viviendo de prestado. Bajó la mirada al suelo y la imagen de las piernas de Mariana, con los pies apoyados en el suelo y las rodillas dobladas contra el guardabarros del coche, le hizo sentir otra clase de furia. 
Ella no debía de estar allí debajo. No importaba lo condenadamente sexy que estuviera con aquellos vaqueros manchados con el mismo aceite que le salpicaba la barbilla y la mejilla. Se estaba matando a sí misma. Peter  había observado las ojeras, el peso que había perdido, las oscuras profundidades de sus bellos ojos grises. Esa no era la mujer que había dejado. No había ni rastro de maquillaje en aquella cara tan sorprendentemente joven, y su cabello antaño  tenía ahora una mezcla de oro bruñido y castaño . Aquello trajo a su mente el recuerdo del cuerpo desnudo de Lali. Cuánto había amado él aquel cuerpo cálido y curvilíneo que se había amoldado al suyo a la perfección. Su suave monte de Venus había estado desprovisto de vello, así que no había sabido nunca cuál era su color natural. Dios, Lali parecía muy joven. El maquillaje que había usado la había hecho parecer mayor y más experimentada. Sabía que tenía  dieciocho años cuando se casaron, pero ahora se daba cuenta de lo joven que había sido en realidad. A los veintiséis años, sin los cosméticos que añadían madurez a su rostro, parecía todavía inocente. Pero él había visto el dolor, denso y oscuro, reflejado en sus ojos, en la línea apretada de sus labios y en la rigidez de sus hombros antes de que ella hubiera desaparecido debajo del coche. Inspiró profundamente mientras los mecánicos lo miraban observar cómo Lali desaparecía bajo el coche. Tenían  expresiones cautelosas, entre aliviadas y preocupadas. No eran los mismos hombres que habían trabajado para él antes de que se marchara. Eran desconocidos, y los desconocidos siempre podían ser enemigos. Peter jamás olvidaría que sólo uno, el más joven, se había adelantado para proteger a Lali cuando todos los demás retrocedían. 
—Ya no está sola —rugió, sabiendo que la furia volvía más áspera su voz—. Moved los culos y terminad el trabajo, o coged vuestras cosas y marchaos. Quiero que cada uno de los vehículos que hay en el taller esté arreglado antes de que os vayáis a casa esta noche, o al único que querré ver mañana será a éste. —Señaló a Toby con el dedo—. Y si no recuerdo mal, tu sitio está en la oficina.
 Toby tragó saliva y sus oscuros ojos parpadearon indecisos al mirar hacia el lugar donde Lali había desaparecido. Era obvio que estaba más interesado en protegerla que en continuar con su trabajo. 
—Vamos, muchacho —masculló Peter—, ya discutiremos los detalles más tarde. —Volvió la mirada hacia los demás hombres, observando cómo se movían con nerviosismo con las caras manchadas de aceite y las miradas cautelosas fijas en él. —Elegid de una vez —les exigió—, y aseguraos de hacerlo bien.
 No esperó a conocer sus reacciones. Se dirigió al fondo del taller caminando con seguridad hacia la mesa donde estaban las fichas de los coches, y cogió la primera. Había llegado el momento de ponerse a trabajar. No se engañaba; después de que todos se hubieran ido, Mariana  dejaría que aquel temperamento suyo hiciera erupción. Sólo lo había visto en todo su apogeo una vez, cuando estaban casados. El día que él había cometido el error de decirle qué era lo que no podía hacer, la joven le había dejado bien claro qué era exactamente lo que ocurría cuando intentaba controlarla. Ejercer el control era algo innato en los SEAL’s. Era parte de su esencia y de lo que los hacía tan eficientes. Así que no había sido de extrañar que una noche que ella había quedado con sus amigas para cenar e ir de copas, él le hubiera ordenado que no fuera. La quería en casa con él. Estaba excitado y deseaba poseer a su esposa. No quería que estuviera en un pub local con un montón de hombres codiciándola. Pero Lali le había mirado en silencio durante un largo momento y después había seguido informándole de dónde estaría y cuándo regresaría a casa. «Maldita sea, Lali, debes quedarte en casa esta noche. Conmigo». Apenas le había dado tiempo de esquivar el salero que le había lanzado a la cabeza. Y luego su pequeño y dulce ángel sureño de voz suave había estallado. Enrojecida y furiosa, había procedido a dictarle las leyes que regirían su relación, antes de salir airada de la casa meneando su pequeño trasero como una gata enfurecida. El había terminado por ceder y le había dicho que pasara la noche con sus condenadas amigas. Que estaría bien sin ella. A las dos de la madrugada, había registrado el pueblo hasta encontrar su coche aparcado frente a la casa de una de esas amigas. Había sacado de allí a su esposa, que había bebido de más, y después de meterla en el todoterreno, la había llevado a casa. Jamás volvió a cometer el mismo error. Ahora, tras oír aquel sonido ahogado y sordo debajo del coche, emitido por la misma mujer, se preguntó si alguna vez había conocido bien a su esposa. Se dio cuenta de que existía una Mariana  que se había contenido ante él de la misma manera que él se había contenido ante ella. No había tenido suficiente de ella antes de «morir». No la había tocado de todas las manera que había querido. De pronto se percató de que la oscuridad que siempre habitaba en él había estado buscando una vía de escape, y que ahora la había encontrado en su independiente y pequeña esposa. Una mujer que se merecía mucho más de lo que estaba a punto de conseguir.

Eran casi las siete de la tarde y el sol empezaba a hundirse tras las montañas cuando los mecánicos comenzaron a marcharse, mirando de reojo a Peter, como si les diera miedo dejar a su jefa a solas con él. El sheriff no había aparecido, lo que quería decir que Mike no había presentado cargos. Todavía. 

Su todoterreno había sido entregado en el banco mientras él aún estaba allí, y si la suerte estaba de su lado, Lali no tendría que volver a tratar con aquel bastardo en mucho tiempo. Peter, por otra parte, era alguien con quien sí iba a tener que lidiar. 
La sangre le había bombeado con furia en las venas durante todo el día, dejándole los nervios a flor de piel y una sensación casi de excitación que se le clavaba en el pecho como si se tratara de unas afiladas garras
. Había trabajado duro y sin parar, y había conseguido que los demás hombres cumplieran con sus tareas más deprisa. Pero Lali no lo necesitaba allí. No le quería allí. No necesitaba que interfiriera en la estructurada y ordenada existencia que había logrado crear. No quería la excitación ni la tensión que sentía oprimiéndole las entrañas

miércoles, 29 de agosto de 2012

CAPITULO 4

No faltaba mucho para el amanecer, pero en vez de regresar al centro de operaciones para dormir unas horas e informar a Jordán, Peter condujo la Harley en dirección a su casa. No se lo podía quitar de la cabeza. ¿Mariana estaba saliendo con alguien? ¿Se estaba acostando con su viejo amigo Duncan Sykes? Tenía que saberlo. Tema que verla con sus propios ojos, sentirla, saber que le pertenecía aunque supiera que no podía tenerla. Habían pasado seis años. No podía volver a la vida. Thiago Bedolla estaba muerto, no era más que un nombre del pasado. El hombre que él había sido y al que Mariana había amado estaba muerto. ¿Habría encontrado a alguien con quien reemplazarle? No quería ni pensarlo. Llevaba más de seis años sin las caricias de su esposa, sin oler su suave perfume. Y ni siquiera podía tomar a otra mujer; incluso odiaba la idea de hacerlo. Sus votos no se lo permitían. El alma de Lali  lo retenía. Pero él no podía tenerla, y tampoco a ninguna otra. ¿Cómo podría vivir sabiendo que estaba en los brazos de otro hombre? Tomó una calle lateral y detuvo la Harley bajo el refugio de los árboles, giró la llave de contacto, apagó el motor y comenzó a recorrer el corto trayecto que conducía a la parte trasera del que había sido su hogar; una casa de ladrillo de dos pisos en las afueras del pueblo. No había vecinos cerca que pudieran ver cómo entraba en los límites de la propiedad. Sólo iba a estar allí un minuto, se dijo a sí mismo mientras se movía bajo la tenue luz del amanecer, manteniéndose bajo el refugio de los árboles que bordeaban el patio trasero. Casi había entrado en el patio cuando se detuvo en seco y se quedó petrificado ante la visión que apareció en el porche trasero.

Sintió como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago, haciéndole doblarse en dos. De inmediato, una violenta erección presionó contra sus vaqueros. Se le aceleró el ritmo cardíaco y la sangre fluyó por sus venas con una rapidez vertiginosa. Se quedó sin aliento y cerró los puños con tal fuerza que le dolieron los huesos de los dedos. Clavó los ojos en la mujer, en la blanca camisa masculina que le caía hasta los muslos y que estaba abierta, revelando el sujetador y las bragas que llevaba puestos. Ella levantó una humeante taza de café mientras veía despuntar el alba, que iluminaba el patio, el porche y a ella misma con aquellos rayos dorados y violetas. 
—Mariana —susurró. 
Rory había notado su desliz. Siempre la había llamado Lali a menos que la desease. A menos que la necesidad de enterrarse en el aterciopelado y embriagador calor del cuerpo de su esposa fuera abrumadora. Y jamás había sido tan abrumadora como ahora. Imaginó el olor de su perfume en el aire, una mezcla de madreselva y esencia femenina. Imaginó sentir contra la palma de su mano la calidez de su carne sedosa y vibrante abriéndose para él, mientras aquellos labios rosados susurraban su nombre. Recordó cuántas veces —muchas, de hecho— la había poseído en el porche trasero de la casa. La había puesto a horcajadas sobre él mientras estaba sentado en el balancín o la había hecho inclinarse sobre la barandilla de hierro, penetrándola desde atrás. Una dolorosa agonía le atravesó el pecho y se le clavó en el alma como los colmillos de un animal salvaje. Así era cómo él quería morderla. Quería agarrar su cuello entre los dientes y mantenerla sujeta bajo él como un animal. Quería poseerla y oír sus gritos pidiendo más. Pero los gritos que la joven proferiría ahora serían muy diferentes, pensó. El hombre que era ahora, las ansias oscuras que lo invadían, la aterrorizarían. Aun así, siguió mirándola. Observó cómo tomaba aquella primera taza de café, cómo un placer casi sensual inundaba su rostro cuando el líquido caliente traspasaba sus labios, y se permitió a sí mismo recordar aquella sensualidad que un día había sentido en su propia piel. Recordó su forma de reírse y sus sonrisas. Cómo era tocarla, abrazarla, y tuvo que contener la necesidad de recordar los sueños que había compartido con ella. Los sueños que había tenido entonces. Sueños sencillos. Un perro y un niño. Quizá una piscina en el patio trasero. Y ahora estaba allí, oculto entre las sombras, observando cómo su esposa alzaba su rostro demasiado sombrío hacia el amanecer. Incluso hubiera podido jurar que había escuchado cómo susurraba su nombre. Sólo faltaban unas horas para volver a verla, pensó. Informaría a Jordán, se ducharía y después de vestirse iría al taller. Al volver a Tejas con los demás miembros de la unidad de Operaciones Especiales, Peter se había dicho a sí mismo que haría el trabajo y se iría. Así de simple. Pero ahora, mientras miraba a su esposa, tuvo el presentimiento de que no sería tan sencillo como había pensado. Ese día, regresaría a la vida de su mujer como otro hombre. Un hombre cuyos deseos eran tan oscuros, tan intensos, que a veces se quedaba paralizado. Un renegado. Un hombre sin alma. Volvería a ella. Pero no como Thiago Bedolla, sino como Peter Lanzani. Y entraría en la vida de Mariana como ella jamás hubiera imaginado que haría


-Hola, Lali. Mike Conrad acaba de llamar preguntando por su coche y ese condenado motor aún no está listo. Ya viene de camino y parece que ha bebido otra vez. Por cierto, hay un hombre esperándote en tu oficina. Rory llamó para decir que es su amigo y que lo contratáramos. Odio hablarle a tus piernas. ¿Por qué no sales de debajo de ese coche?-
 Las cosas no pintaban bien. Su recepcionista no parecía contento y sí muy irritado por las primeras llamadas del día. Mariana alzó la mirada hacia las entrañas del vehículo en el que estaba trabajando. En su primera inspección había encontrado grasa, mugre y años de negligencia. Un reflejo de su propia vida, pensó con una mueca de disgusto. 
—¿Piensas contestarme hoy, Lali? —Toby sonaba cada vez más irritado—. Mira, el tío del despacho parece un auténtico imbécil. Me temo que me arrancará la cabeza y jugará al béisbol con ella si no vas a hablar con él ya. 

Mariana casi curvó los labios. Toby, con su larguirucho cuerpo, le recordaba a veces a Rory, el hermano de Thiago, la primera vez que lo había visto. Y podía llegar a ser tan melodramático como su cuñado lo había sido. Se agarró a la parte inferior del motor y se deslizó por el cemento hasta que liberó la cabeza y miró a Toby, el joven que había contratado para que se encargara de la oficina. El muchacho, que se había recogido el pelo castaño claro en una coleta, tenía los ojos llenos de preocupación y el ceño fruncido. Maldición, ella no tenía tiempo para eso.
 —Le dije a Mike que su coche estaría listo mañana, no hoy. —Lali se incorporó sobre el estrecho carrito de plástico que utilizaba para meterse debajo de los coches cuando reparaba las averías. Apoyó los brazos en las rodillas y se quedó mirando por un momento a su empleado con exasperación. —No vamos a contratar a nadie, y Rory llegará cuando llegue. Es todo lo que sé, así que ocúpate tú del resto. —-
Se limpió los dedos negros en los vaqueros antes de apartarse los mechones sueltos de la cara y se tendió de nuevo sobre el carrito, decidida a poner a punto el sedán que los mecánicos habían olvidado decirle que tenían que entregar. Mike Conrad no era el único que le había confiado su vehículo. 
—Ah, no, de eso nada. —Toby negó con la cabeza cuando ella comenzó a moverse—. De ninguna manera puedo ocuparme de ese tío, Lali. Es el tipo de hombre con el que no me gustaría pelear. Esto no forma parte de mi trabajo, ¿sabes? Tendrás que encargarte tú de él. 
Reticente, Mariana volvió a salir de debajo del coche. Estaba furiosa por la impaciencia más que por la actitud de su empleado. Toby solía ser muy eficiente y sabía cómo lidiar con los clientes más intransigentes con una facilidad envidiable. 
—Sólo tienes que decirle que vuelva mañana. Rory estará aquí... —Exasperada, agachó la cabeza cuando él comenzó a negar violentamente con la cabeza—. Genial. -Logró ponerse de pie y colocó el carrito contra la pared del taller. Luego cogió una toalla sucia e intentó limpiarse el aceite de las manos. Segundos después, lanzó el trapo al banco y atravesó el taller en dirección a la oficina. 
No podían permitirse contratar a un nuevo mecánico por mucho que lo necesitaran para mantener el taller al día. Mariana era muy consciente de que estaba a punto de perderlo todo. Si no lograba arreglar el lío que había permitido que se produjera en aquellos tres primeros y horribles años después de la muerte de su marido, el banco se quedaría con el taller y la casa. Los beneficios que obtenía no eran suficientes para salvarlo todo. No podía dejar que otros ocuparan la casa que Thiago y ella habían compartido. Llevaba tres años intentando conservarla. No, no lo permitiría.
Dios, no podía perder aquel último vínculo con él. Era todo lo que le quedaba de su marido. 
—Dile a Danny que quiero ese coche arreglado y fuera de aquí esta misma tarde —-le ordenó a Toby de camino a la oficina—. Y dile también que tenemos que terminar de arreglar el todoterreno de los Carlton esta tarde. Jennie necesita el coche para ir a trabajar y aún nos falta colocar algunas piezas. Hay que terminarlo y probarlo. 
—Marchando. —Toby inclinó la cabeza antes de girarse y correr al otro lado del taller.
 —Y no corras —masculló ella, sabiendo que él no acataría esa orden aunque la hubiera oído. Era como un perrito. Todo piernas larguiruchas y energía nerviosa. Ni siquiera le había preguntado cómo se llamaba el hombre que buscaba trabajo. Negó con la cabeza y se pasó la mano por el pelo antes de abrir bruscamente la puerta de la oficina y detenerse en seco.
 Aquel hombre desprendía arrogancia. Tenía unos ojos color azul brumoso que quedaron grabados a fuego en el cerebro de Lali; unos ojos que resplandecían en un rostro bronceado y anguloso, con pómulos planos, una nariz ligeramente torcida y labios sensuales aunque no muy gruesos. Una barba oscura y recortada le cubría la mandíbula y las mejillas y le hacía parecer peligroso. Mariana sintió un escalofrío, una primitiva advertencia de peligro al clavar los ojos en él. Era alto y delgado, pero apostaría lo que fuera a que los músculos que ocultaban la chaqueta de cuero negra, la camiseta y los vaqueros, eran duros como el acero. Calzaba unas pesadas botas negras y cuando se puso en pie, la miró a través de unas sedosas y tupidas pestañas negras. Lo primero que Mariana  pensó al verlo fue que aquel desconocido era un depredador. Atractivo, fibroso y peligroso, la clase de hombre que la joven había aprendido a evitar tras la muerte de su marido. 
El se reclinó despreocupadamente contra el escritorio y apoyó las manos sobre la superficie mientras la examinaba como si ella fuese su presa. Por un momento, sólo un momento, Mariana tuvo la impresión de que retrocedía en el tiempo, hasta aquel día en que había entrado en el taller con el coche sobrecalentado y los nervios hechos trizas porque llegaba tarde a una entrevista de trabajo. Hacía calor y ella había estado sudando bajo el sol de finales de verano, maldiciendo el viaje desde Georgia y el calor de Tejas, que parecía más intenso que de costumbre. Ahora ella se encontraba en el lugar de Thiago, que entonces había sido el propietario del taller y más tarde su marido. Él la había recorrido lentamente con la mirada, con una sonrisa curvándole aquellos labios tan excitantes mientras sus ojos, unos brillantes y seductores ojos irlandeses, le habían robado el corazón. Sintió que la boca se le quedaba seca. Le temblaron las manos y notó calambres en el estómago cuando le devolvió la mirada a aquel desconocido. No conocía a ese hombre, no quería conocerlo, pero por un instante, sólo un instante, todo su pasado volvió a ella. Una sensación agridulce y dolorosa de amor y pérdida, de todo lo que el destino le había negado.
 —No tenemos vacantes. Por favor, váyase.- De acuerdo, eso había sido bastante grosero. Pero estaba muy ocupada y no necesitaba el dolor de cabeza que sabía que le provocaría ese hombre. 
—Rory me aseguró que necesitaban un mecánico. -Oh, Dios, qué voz. Era una voz profunda y áspera, casi gutural. Excitaba cada una de sus terminaciones nerviosas, provocando en ella una reacción sexual. Maldición, maldición, maldición. No necesita eso. No necesitaba que su cuerpo despertara ahora de su largo letargo. Y mucho menos que la excitara un hombre más peligroso y posiblemente más duro que cualquier otro que hubiera conocido. Esa voz era fría y decidida, pero con un trasfondo oscuro y voraz. Jamás había oído algo así en la voz de su marido, jamás había visto esa mirada en sus ojos.
La joven bajó la vista lentamente y se obligó a fijar la mirada en el rostro masculino, cubierto por una barba  de dos días que ocultaban sus rasgos. ¿Tenía cicatrices? No, no quería saberlo. No le importaba. 
—Rory no está aquí —se obligó a decir, casi haciendo una mueca ante el sonido áspero de su propia voz—. Y aunque no fuera así, él no es el dueño del taller. Soy yo la que toma las decisiones. No tenemos vacantes. El cambió de postura. Fascinada por aquel movimiento, Mariana deslizó la mirada por los poderosos y delgados muslos cubiertos por los vaqueros, por los duros abdominales que destacaban bajo la camiseta de algodón, por las botas que ocultaban unos pies grandes; una buena base para un hombre que debía de medir uno noventa. Al volver a mirarlo a la cara, observó que los ojos del hombre se habían desviado hacia las ventanas que daban a la gasolinera y el aparcamiento. Había varios coches aparcados bajo el ardiente sol del mediodía esperando para ser arreglados. La gasolinera, que parecía abandonada, estaba cerrada. El asfalto presentaba varias grietas y la hierba crecía por todos lados. Sí, el lugar no estaba en su mejor momento, pensó ignorando la frustración y el dolor. Pero lo hacía lo mejor que podía. Y estaba muchísimo mejor que hacía tres años, cuando se había visto obligada a salir del estupor en el que se había sumido para darse cuenta de que lo estaba perdiendo todo. 
—Está haciendo un buen trabajo aquí, aunque, si quiere sobrevivir, necesita a alguien dispuesto a trabajar y que sepa sacar lo mejor de sus empleados. —Volvió a mirarla fijamente y aquellos ojos azules amenazaron con robarle el aliento de nuevo. La voz masculina sonaba tranquila y razonable, pero aun así sintió que una oleada de furia la atravesaba. Cómo se atrevía aquel hombre a arruinar el frágil equilibrio que ella había encontrado en su vida, con aquellos ojos azules y esa voz áspera. Mariana alzó la barbilla altivamente, odiándolo, odiando esos ojos y el cansancio que parecía inundarlos. Y se negó a dejar que le importara. 
—Me van muy bien las cosas a mí sola, señor —le aseguró en tono burlón, mientras se erguía rígidamente—. Usted es un desconocido y... 
—Señora, sólo estoy indicando un hecho. -Oh, Dios... Lali quería comenzar a gritarle por robarle la paz, por acabar con la frágil tranquilidad que finalmente había logrado alcanzar, por provocar aquella inexplicable respuesta en su interior. 
—Necesito el trabajo, Rory me lo prometió —le dijo el desconocido esbozando una dura sonrisa—. Y él es su socio, ¿verdad? 
—Eso no importa —respondió ella—. Mire, señor...
 — Peter. Peter Lanzani. -Peter. Era un nombre irlandés. «Go síoraí, te amaré siempre». Por un momento, el deseo se apoderó de su mente y pensó en Thiago. Pero él no la había amado para siempre. La había dejado sola. La había dejado sobrevivir sin él durante seis desoladores años. Y ahora, otro feroz irlandés se estaba colando en su vida, intentando tomar el control. Negó con la cabeza. No, ni hablar. Ningún hombre volvería a poseerla como lo había hecho su marido. Era imposible. No iba a permitirlo. Lali abrió los ojos e irguió la cabeza, sintiendo que la vieja furia la consumía de nuevo. Enderezó los hombros y alzó la barbilla con gesto desafiante. 
—He dicho que no. Por favor, váyase. Debo terminar de arreglar un coche y no tengo tiempo que perder. —
Giró sobre los talones y regresó al taller, conteniendo el doloroso vacío que le constreñía la garganta y le humedecía los ojos. Terminaría por olvidarlo, no necesitaba que le recordaran unos ojos irlandeses, unos besos que le robaban el alma y unas promesas rotas. Su marido se había ido. Estaba muerto, su cuerpo yacía en un ataúd del gobierno enterrado en un oscuro agujero. Había visto cómo lo cubrían con cada paletada de tierra que sellaba una realidad que ella se negaba a aceptar.

lunes, 27 de agosto de 2012

CAPITULO 3

La pequeña cabaña, asentada en medio de los terrenos del rancho Rocking M, estaba deteriorada por el tiempo, pero seguía siendo acogedora y familiar a pesar de la oscuridad que reinaba en aquella noche inhóspita. Peter se movió entre las sombras como un fantasma. Saltó sobre la pequeña cerca de hierro forjado y se detuvo ante la tumba de su abuela. «Erin Malone. Go síoraí». Para siempre. Esas eran las únicas palabras grabadas en la lápida de granito. Su abuelo se había encargado de cincelarlas él mismo. Arrodillándose ante la tumba, Peter alargó el brazo izquierdo y tocó la piedra a la vez que inclinaba la cabeza. Su abuelo siempre había rendido homenaje a su abuela de aquella manera y todos sus hijos, excepto Grant Malone, habían seguido su ejemplo. Peter se preguntó si su hermano Rory también lo haría. Levantó la cabeza y volvió la mirada hacia la cabaña. Sólo era una silueta oscura entre las sombras, pero sabía que su hermanastro estaba allí. Volvió a mirar la tumba y luego saltó de nuevo la cerca encaminándose hacia la cabaña. Rory era rápido y desconfiado. Ese día se había dado cuenta que alguien observaba la cabaña, ya que Peter no había intentado ocultarse. Se acercó a la cabaña con sigilo. Se camufló entre las sombras, se confundió con ellas y las utilizó para aproximarse al porche trasero de la casa, donde vio al joven que estaba sentado en el viejo balancín. Rory tenía veinticinco años. Era todo un hombre y se parecía mucho a Thiago cuando tenía esa edad. Quizá fuera un poco más ancho de hombros y sus músculos estuviesen más marcados, pero no eran tan efectivos. Permanecía sentado en silencio con el rifle sobre los muslos y el cuerpo en tensión.
 —Sé que estás ahí —masculló su hermano—. Si no te he tenido a tiro antes, no te voy a tener ahora. Así que puedes dispararme. —La amargura teñía su voz y se reflejaba en su expresión cuando alzó la cabeza. Rory pensaba que él estaba muerto al igual que todos lo demás. Y Peter tenía que asegurarse de que nadie sospechara lo contrario. Salvo Rory. Peter iba a necesitar su ayuda. Iluminado por la luz de la luna, saltó en silencio sobre la barandilla del porche, arrancó el rifle de las manos de Rory y lo cogió por el cuello mientras el balancín chocaba contra la pared. No era un agarre fuerte, sino preventivo. No quería despertar al anciano. No quería agrandar la pena de Rory, ni su vergüenza.
 —No hagas ruido —siseó Peter sobre el rostro bronceado de su hermano—. No he venido a hacerte daño. -La expresión de Rory era de franca desconfianza; pero lo cierto era que Peter se hubiera sorprendido si hubiera reaccionado de otra manera.
 —He venido a darte la oportunidad de conocer todo lo que sé sobre tu hermano —le advirtió Peter con voz queda—. Una oportunidad. Desperdíciala y no volverás a tener otra.- Rory entrecerró los ojos. Unos llamativos ojos azules, la auténtica mirada Bedolla.
 —Mi hermano está muerto —le espetó en voz baja—. ¿Qué podrías contarme tú que mi tío no sepa? -Peterse inclinó sobre él. 
—Bràthair2, ¿qué quieres saber? —le preguntó antes de enderezarse.
Rory estaba temblando. La oscura piel irlandesa de su rostro había palidecido mientras miraba la sombra que tenía delante de él. Peter dio un paso atrás, todavía con el rifle en las manos. 
—Ven conmigo. —Señaló con la cabeza el cobertizo situado al fondo del patio—. ¿Todavía hay luz en el cobertizo? -No hubo respuesta, pero Rory lo siguió igualmente. Entraron en el cobertizo y Peter cerró la puerta lentamente antes de encender la luz. Rory se dejó caer en la vieja silla del rincón y clavó los ojos en él. Su mirada reflejaba dolor y cólera. 
—Creí que eras mi hermano —susurró—. Yo... esperaba que lo fueras. Peter observó cómo Rory se frotaba la cara con las manos y sacudía la oscura cabeza. Se quitó las gafas de visión nocturna, un nuevo juguete de la unidad que le había venido muy bien, y clavó la mirada en Rory, dándose cuenta de que los ojos que veía cada mañana en el espejo eran de un azul más oscuro; más feroces, sombríos y peligrosos que los de su hermano. Rory parpadeó. 
—¿Todavía te escabulles aquí para fumar? —preguntó Peter, recordando cómo su hermano se colaba en el cobertizo con un pitillo cuando pensaba que nadie lo veía. Era algo que sólo habían sabido Rory y él. A Rory le tembló la mano. Se aferró a los brazos de la vieja silla y clavó la mirada en Peter como si de esa manera pudiera ver lo que necesitaba saber.
 —¿Quién eres?
-El fantasma de Thiago—suspiró Petet—. Soy Peter Lanzani , Rory, y jamás debes olvidarlo. Debes creer que Thiago está muerto, porque hace mucho tiempo que desapareció. Ahora sólo existe Peter. -Pero Rory todavía intentaba encontrar a Thiago dentro de él. Peter observó la desesperación en la mirada de su hermano y sintió cómo se resquebrajaba su alma. —Necesito tu ayuda, Rory. 
—¿Mi ayuda? —Su hermano negó de nuevo con la cabeza—. Ni siquiera sé quien eres. 
—No me habrías reconocido hace cinco años —le aseguró—. Fue un infierno. Fue la muerte. 
—¿Lali? 
—No lo sabe. —La voz de Peter se endureció—. Y nunca lo sabrá. No estoy bromeando, muchacho. Thiago Bedolla no existe. -Rory lo miró intensamente durante unos largos y tensos momentos.
 —¡Maldita sea! —El joven se puso en pie, con la cara convertida en una máscara de cólera—. ¡Hijo de perra! No eres Thiago. ¿Sabes por qué sé que no lo eres?- Peter le devolvió la mirada, impertérrito. Enterrar aquellas emociones lo estaba matando. Demonios, había pensado que no sería tan duro. Le había dicho a Jordán que sería una misión sencilla, pero se estaba convirtiendo en una dolorosa pesadilla. —Te lo diré —gruñó Rory—. No eres Thiago porque él no estaría aquí conmigo en este momento. —Señaló el suelo del cobertizo con el dedo—. Estaría cuidando de su esposa en vez de dejar que otro hombre lo haga por él. -Antes de que Peter se diera cuenta de que estaba perdiendo el control, antes de que su hermano adivinara sus intenciones, se levantó de la silla, cogió a Rory por la garganta y lo inmovilizó contra la pared, gruñéndole en la cara. Rory tenía el mismo aspecto que Thiago había tenido una vez. La misma constitución que Thiago. O que Peter. Podrían haber sido gemelos. Podrían haber sido hijos del mismo padre y la misma madre en vez de haber nacido de mujeres diferentes. Rory era un Thiago más joven. Y Peter apostaría lo que fuera a que sabía cómo reírse. 
—¿La has tocado? —El hielo invadió su voz, su alma. Lo invadió todo—. ¿La has consolado? -Apretó las manos en torno a la garganta de Rory. Era como si lo viera. Rory tocándola, abrazándola, mientras Lali susurraba el nombre de Thiago y las palabras «para siempre». Su agarre se volvió más apremiante. Su Lali. Dulce, suave, cálida. Ella se había prometido a él para siempre. ¿Estaría acaso ofreciéndole lo mismo a Rory? 
—¿Thiago? —dijo Rory entre jadeos. Noah volvió a mirarlo en estado shock y las lágrimas anegaron los ojos del joven, volviéndolos más oscuros. —Thiago —resolló—. Oh, Dios. Oh, Dios mío. Estás vivo. ¡Maldito bastardo! Peter recibió una patada, varios puñetazos en los riñones y las maldiciones ahogadas del joven. Le soltó el cuello y le retorció el brazo en la espalda, aplastándole la cara en la mesa que había contra la pared. 
—¿Has... tocado... a... mi... esposa?
 —Debería —replicó Rory con un gemido, mitad sollozo, mitad rabia contenida—. Debería haberlo hecho. Eres un hijo de perra. Un auténtico hijo de perra. . ¡Vete de aquí! —Rory se incorporó, dándole la espalda—. ¡Vete!
-No puedo hacerlo, Rory
Regresó junto a su hermano y controló sus emociones. El horror en los ojos de Rory no era algo que hubiera querido ver.
 —Lali no es la misma sin ti —susurró Rory—. Siempre está triste. Lo único que hace es trabajar y encerrarse en sí misma. Ya no es la misma mujer de antes, igual que tú no eres el mismo hombre.
 Peter apretó la mandíbula con fuerza y cerró los puños. No podía hablar de Lali. No ahora. Todavía no. 
—Háblame de la milicia Black Collar. -Rory parpadeó. 
—¿De BC? —bufó—. Estuve en esa mierda un tiempo. Aún recuerdo la azotaina que me diste por ello antes de marcharte. —No te he preguntado por tus estupideces —gruñó
—. Cuéntame algo que no sepa. -Rory se pasó la lengua por los labios y apartó la mirada por un segundo.
 —Dos de los mecánicos de Lali pertenecen a BC. Pero son de bajo nivel. Nadie conoce a los jefazos, aunque hay quien se jacta de ello algunas veces. La mayoría hacen recados, nada importante. 
-Peter volvió a sentarse a horcajadas en la silla. 
—¿Cuándo comenzaron a trabajar para Lali?- Rory lo miró con los ojos entrecerrados. 
—Siempre la llamaste Lali, Thiago.
—Rory, no me cabrees otra vez —suspiró—. Contesta a mis preguntas. Y como vuelvas a llamarme con ese nombre te daré una paliza. Ahora me llamo Peter Lanzani. Rory dio un respingo antes de ponerse rígido y sacudir la cabeza
-Demonios —dejó escapar el aliento—. Hace más o menos un año. Todos los hombres que trabajaban para ti se fueron el primer año. Lali lo pasó muy mal durante mucho tiempo. Cuando finalmente comenzó a superarlo, estaba cerca de perder la casa y el taller. Yo no podía hacer nada. —La expresión de su rostro reflejó el dolor que sentía cuando miró a Peter—. Lo intenté a pesar de no saber nada de mecánica —susurró encogiéndose de hombros—. Y sí, Lali es muy buena arreglando motores, pero no tiene don de gentes. Hacer que las cosas salieran adelante ha llevado su tiempo. -¿Mariana sabía de mecánica? Peter reprimió su incredulidad. Tendría que verlo para creerlo. ¿Y no tenía  don de gentes? ¿Quién se había llevado a su esposa y la había reemplazado por otra mujer? 
—Lo que quiero es que me hables de la milicia —gruñó Peter. Rory se pasó las manos por el pelo.
 —Lo cierto es que no sé mucho. —Negó con la cabeza—. Estoy bastante seguro de que Mike Conrad está relacionado con ella. Sé que ronda por el taller desde que supimos lo de tu muerte, y que ha intentado varias veces que Belle se lo venda a pesar de que ella se niega. A veces, Mike bebe de más, y cuando lo hace, dice muchas cosas, aunque todavía no la ha amenazado. El sheriff no sirve para el cargo y puede que sea uno de ellos. Hay rumores de que los de BC están involucrados en algunas de las muertes del parque nacional, pero por ahora son sólo rumores. Demonios, Peter, he estado tan ocupado manteniendo a los lobos alejados de Lali que no he tenido tiempo de prestar atención a toda esa mierda. Peter asintió. No había esperado que Rory supiera demasiado. 
—Quiero que me contrates en el taller. Es más, dirás que me has contratado esta noche. Que me conociste el mes pasado en ese bar de Odessa. Rory le dirigió una mirada sorprendida.
—¿Conoces ese bar? 
—Y a la camarera —gruñó Peter—-. Me conociste esa noche, me encontré contigo cuando pasaba por el pueblo y me ofreciste el trabajo. Rory le dirigió una mirada confusa. 
—¿Y Mariana? 
—No sabrá quien soy —masculló con voz queda—. Y si se lo dices, Rory, si se lo insinúas siquiera, acabaré contigo, ¿entendido? —Volvió a mirar a su hermano. Ahora no había cólera en sus ojos, ni ninguna otra emoción. Sólo el hielo que volvía a ocupar su lugar. 
—Pero Lali es tu esposa —murmuró Rory con una mueca de pesar—. Te has mantenido alejado de ella demasiado tiempo.
 —Me ocuparé de Mariana a mi manera. —Se levantó de la silla y le brindó a su hermano una dura mirada—. ¿Me has comprendido, Rory? A mi manera. Rory asintió con vacilación.
 —Quédate aquí mañana y recupérate de lo que vas a beber esta noche. Y no aparezcas hasta que no te sientas preparado para lidiar con esto. -Rory gruñó.
 —Entonces no esperes verme hasta la próxima vida. -Peter le dirigió una larga mirada silenciosa. 
—Está bien. Dame un día o dos —dijo finalmente Rory, encogiéndose de hombros. 
-Muy bien, hermano. Como siempre, tienes razón. Lali no necesita saber quién eres. Ahora tiene una segunda oportunidad; quizá esta vez consiga que su hombre se quede en casa. -Peter  se quedó paralizado, ni siquiera parpadeó. 
—¿Qué quieres decir?
 —Deberías haberte informado un poco antes de regresar y acusarme de tocar lo que es tuyo. No es por mí por quien debes preocuparte, Peter. Quien debería preocuparte es tu buen amigo Duncan Sykes. Se divorció hace un año y desde entonces está saliendo con Lali. —La sonrisa de Rory era burlona—. Si me gustara hacer apuestas, apostaría lo que fuera a que muy pronto Lali le dejará conducir tu todo terreno.- Peter intentó controlar la violenta furia que llevaba dentro. Que le corroía las entrañas, que le nublaba la mente y amenazaba su autocontrol y su capacidad de raciocinio. Duncan Sykes. No. No había pasado. Lali no había estado con ningún otro hombre. Nadie más la había tocado. Nadie se atrevería. Porque él lo habría sabido y lo habría matado. Peterse deslizó en la noche con el mismo sigilo con el que había aparecido. Con rapidez, rodeó la casa y permaneció en las sombras hasta que llegó al cañón donde había dejado la Harley, a más de un kilómetro. Era consciente de que Rory intentaría rastrearle, pero el joven no tenía la experiencia necesaria. Le había perdido la pista a los pocos segundos de que Thiago hubiera salido. Sin embargo, había otros ojos, unos ojos viejos y llenos de lágrimas que observaban cada una de sus pasos con orgullo, amor y regocijo. 
Y ahora si que este es el ultimo por hoy jajaja muchísimas gracias por la gente que ha leído y comentado. Muchas gracias. Son lo mas! Besosss!

CAPITULO 2

El psicólogo seguía escribiendo frenéticamente en su bloc. La mirada penetrante de Thiago cayó sobre él. Como si pudiera sentir los dardos de furia que arrojaban en su dirección, el hombrecillo levantó la cabeza. Movió los hombros como si la chaqueta le resultara incómoda y, detrás de las gafas, los ojos castaños parpadearon con nerviosismo. La mirada de Thiago regresó bruscamente a su superior. —Me gustaría que se largaran todos, señor. El almirante Holloran le devolvió la mirada unos segundos antes de girarse en dirección a los médicos y señalar la puerta con la cabeza. Todos desaparecieron con rapidez. Ninguno estaba a gusto en presencia de Thiago. Jamás lo habían estado. Pero no podía culparles, ya que habían tenido que tratar con un animal durante los tres primeros meses que había estado bajo sus cuidados. El almirante Holloran suspiró y volvió a mirarlo. —Es tu última oportunidad, hijo —dijo con suavidad—. Podemos llamar a tu esposa. Enviaremos a alguien a buscarla. -El rechinó los dientes con furia. —No, señor. —El «señor» sonó forzado; la furia que impregnaba su voz, no. La ira bullía en su cuerpo, le nublaba la mente, le llenaba los sentidos con las imágenes de sus pesadillas. —Ya basta —intervino Jordán, rompiendo el silencio—. Ya le dije que no cambiaría de idea. —Usted también ha perdido el respeto que se le debe a un superior, Jordán —le espetó Holloran. —Y la paciencia —replicó Jordán—. Soy yo quien está al mando de esta unidad, almirante, y eso supera incluso a su rango. —Si cambia de opinión en el futuro, será demasiado tarde —señaló el almirante—. ¿Es eso lo que quiere para su sobrino, Jordán? —Si eso llegara a suceder, la decisión habrá sido mía, no suya ni de nadie más. —Había dureza en la voz de Jordán, una cólera sombría que Thiago jamás había visto antes—. Será transferido al centro de adiestramiento mañana y nuestros médicos se encargarán de él. —¡Ni siquiera le ha preguntado si está preparado! —El almirante se enfrentaba ahora abiertamente a Jordán. Las narices de ambos hombres apuntaban hacia arriba; dos increíbles voluntades enfrentadas. Habría sido divertido si Thiago hubiera estado de humor. No lo estaba. Se puso en pie y se dirigió a la puerta. —Thiago. Al escuchar su nombre, Thiago se detuvo y se dio la vuelta para mirar a su tío. Jordán no sólo era familiar suyo, sino su oficial superior cuando ambos habían sido SEAL’s, cuando Thiago todavía era un hombre, no el animal en que se había convertido. —Dime lo que sea cuanto antes. Tengo que terminar unos ejercicios. 
Jordán se puso en pie. —Hay más opciones que los SEAL’s. 
—¿Ah, sí? —Thiago arqueó las cejas—. ¿Qué puede ser mejor que pertenecer a los SEAL’s, tío? ¿El infierno? Ya he estado allí. De hecho, todavía sigo en él.- Jordán asintió lentamente. Sus brillantes ojos azules —los feroces ojos irlandeses como los había llamado su abuelo—, le devolvieron la mirada.
 —Hay otras opciones.
 —¿De veras? —Thiago paseó la mirada entre su tío y el almirante.
 —Sí. —Jordán asintió con la cabeza—. Puedes salir de aquí siendo un SEAL, siendo Thiago Bedolla .Pero, si vienes conmigo, Thiago Bedolla dejará de existir. —Si te vas con él, los SEAL’s habrán muerto para ti, Thiago—le explicó el almirante mientras se levantaba bruscamente de la silla y se dirigía al otro extremo de la habitación—. Los únicos hombres con los que tendrás contacto serán los de tu antiguo equipo, aquellos que se fueron con el comandante Chávez para adquirir una nueva formación. Estarás muerto para siempre. Thiago Bedolla ya no existirá. Ni para ti. Ni para tu esposa.


Thiago clavó la mirada en él, pero fue a Lali a quien vio. Ella, que odiaba una uña rota y se preocupaba por las arrugas, ¿cómo iba a enfrentarse al hecho de que su marido era poco más que un monstruo? Se giró hacia Jordán.
 —¿Dónde hay que firmar? -
Tres años después Jordán Malone estaba en su oficina frente al espejo de doble cara que le permitía observar el gimnasio sin ser visto. Tenía las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros y fruncía el ceño mientras miraba a su sobrino. Thiago, que ahora respondía al nombre de Peter Lanzani, era sólo cinco años más joven que él. Jordán había sido una sorpresa para sus padres y un shock para sus hermanos mayores. Había sido más un hermano que un tío para el hombre que sudaba profusamente bajo las pesas en la estancia de al lado. El cambio operado en Thiago durante los últimos años había sido un auténtico milagro. Tan sólo el mero hecho de haber sobrevivido a los seis primeros meses había sido un milagro. Sin embargo, los últimos tres años habían sido muy duros. Las pesadillas y los efectos secundarios del «polvo de afrodita» casi habían conducido a Peter a la locura. Pero, ¿había sobrevivido realmente? Algunas veces, Jordán se preguntaba si el hombre que había presentado su renuncia a los SEAL era el mismo hombre que tenía ahora ante sus ojos. El rostro era diferente. La cirugía lo había hecho más anguloso, con huesos y músculos más definidos. Fuentes, el narcotraficante, se había ensañado con la cara de Thiago mientras estuvo en su poder. Le había destrozado los huesos y las operaciones para reconstruirlo habían sido interminables. Había sufrido un cambio drástico. Nadie que hubiera conocido a Thiago Bedolla lo reconocería ahora bajo su nueva identidad. Tema una constitución diferente. Su cuerpo era mucho más fibroso, más fuerte, más duro, y ahora poseía una voluntad de acero. Era más frío, un asesino de ojos gélidos. Ya no era Thiago Bedolla. Era realmente Peter Lanzani, porque Peter había borrado a Thiago de la faz de la tierra. El entrenamiento de Peter en la unidad de Reno Chávez los últimos años había preocupado a Jordán. El SEAL Thiago Bedolla había sido moderado y mataba sólo cuando era necesario. Por el contrario, Peter... —Jordán negó con la cabeza— mataba con una callada y mortífera eficiencia. Jordán recordó la noche en que rescató al hombre que una vez había sido Thiago de las garras de Fuentes. No había ni sólo hueso intacto en su cuerpo. Lo habían dejado destrozado, casi lo habían matado de hambre y le habían inyectado tanto «polvo de afrodita» que sus ojos resplandecían como los de un demonio. Pero había luchado. Se había negado a violar a la chica que habían encerrado en la celda con él, luchó por protegerla, e incluso intentó salir por su propio pie cuando lo liberaron. Jordán había estado seguro de que su sobrino no sobreviviría al síndrome de abstinencia que le había provocado la droga y a los efectos en su cerebro. Jamás creyó que Thiago se recuperaría, que sería más fuerte que antes. Más sombrío, con una personalidad tan diferente que Jordán apenas podía reconocer al hombre que fue.
 —Nunca volverá a ser el mismo, ¿verdad? —dijo el teniente Ian Richards con aire sombrío, admitiendo lo que ninguno de ellos se había atrevido a decir en voz alta durante todos esos años. Ian había formado parte del equipo de los SEAL’s que rescató a Thiago y, al igual que sus compañeros, había pasado los últimos años con el hombre al que ahora llamaban Peter. Aquello había sido todavía más duro para Ian si cabe, ya que había estado más unido a Thiago que el propio Jordán. Thiago sólo tenía diez años cuando oyó los gritos de Ian resonando en el desértico paisaje del rancho familiar. Había despertado a su padre y lo había presionado hasta que Grant Malone salió de la casa para auxiliar al niño cuya madre se estaba muriendo en sus brazos. Grant, en un sorprendente despliegue de compasión, había ayudado a la joven madre y al niño. Grant tenía sus momentos, pensó Jordán, pero eran contados. 
—No, jamás será el mismo —admitió Jordán ante Ian y ante sí mismo—. Ese hombre no es Thiago Bedolla, Ian. Es realmente Peter Lanzani. Y debemos aceptarlo de una vez.
 —Ahora es igual que una máquina —señaló Ian con pesadumbre. Su expresión era triste mientras observaba cómo Thiago se ejercitaba
—. Es el asesino más eficaz que he conocido jamás. Tan silencioso como los pensamientos. -Jordán se giró entonces hacia Reno Chávez, el comandante en jefe.
 —Ya no es un SEAL —afirmó Reno sacudiendo su oscura cabeza—. Cuestiona las órdenes continuamente, sigue sus propios planes, y siempre tiene otro plan de reserva si el primero sale mal. Si siente la necesidad de saltarse las normas, se las salta. Ya no es un subordinado, sino un líder. No cederá ante nadie a menos que haya dejado claro que su plan es la única manera de seguir adelante. Trabaja solo, Jordán, pero es muy eficiente. Es un depredador de sangre fría, meticuloso y mortal. Jordán inclinó la cabeza.
 —Gracias, Reno. Agradezco tu valoración. —Lo tienes todo por escrito en ese informe. —Reno señaló con la cabeza el dossier que reposaba sobre el escritorio de su jefe. Los informes mensuales no habían variado a lo largo de los años, y Jordán estaba seguro de que Thiago había perdido gran parte de su alma. 
—No sobrevivirá a esto —dijo Ian en voz baja, mirando por el cristal y observando al hombre que una vez había sido su mejor amigo—. Acabará autodestruyéndose. Cualquier día se meterá una bala en la cabeza. -Como si le hubiera oído, como si le hubiera sentido, Peter se incorporó en el banco de pesas y agarró una toalla. Su mirada se clavó en el espejo de doble cara y lo miró fijamente como si fuera capaz de ver a través de él. Sus ojos eran más oscuros, más feroces de lo que habían sido los de Thiago Bedolla. El azul brumoso destacaba en la cara morena y afilada.Cuando les dio la espalda, Jordán pudo vislumbrar el tatuaje de un sol negro atravesado por una espada roja en el omóplato izquierdo de Peter. Era el emblema de la unidad de Operaciones Especiales, otro recordatorio de que Peter había dejado atrás su pasado como Thiago. Había entregado su vida a una unidad que realizaba a menudo misiones suicidas.
 —Sobrevivirá —afirmó Jordán con tranquilidad, a pesar de la inquietud que sentía en su interior—. No está acabado, aunque él piense lo contrario. —Thiago no había regresado con su esposa, pero Peter, el hombre que era ahora, no había olvidado a aquella mujer. No se encontraría a sí mismo hasta que lo hiciera. Jordán había enviado a su sobrino a aquella unidad porque sabía que el hombre que quería como a un hermano jamás habría sobrevivido si hubiera tenido que enfrentarse al mundo y a su esposa después de salir de la clínica. El psicólogo había estado de acuerdo. Thiago habría desaparecido un día y jamás habría regresado. Todavía no estaba preparado para volver. Puede que no lo estuviera nunca, pero Jordán tendría que ponerlo a prueba de todas maneras.
 Un año después 
—No será fácil conseguir que acepte —le advirtió Ian Richards a Jordán mientras observaban por el espejo de doble cara a los seis hombres de la unidad de Operaciones Especiales que se ejercitaban en el gimnasio Peter era ahora más fuerte que nunca. Fibroso. Corpulento. Frío.
 —Aceptará —dijo Jordán con suavidad—. No dejará que ella corra peligro. Ian resopló y clavó los ojos en el hombre que ahora todos conocían como Peter. 
—¿Querrá ella que regrese de esta manera? —inquirió. Jordán se había hecho la misma pregunta. Lali Esposito llevaba seis años viuda, y en los últimos tres había comenzado a vivir otra vez. Tema citas. Existía una posibilidad de que otro hombre le arrebatara a Peter la esposa que no admitía tener. 
—Supongo que no tardaremos en descubrirlo —comentó Jordán pensativo. —Seremos vuestro respaldo en la misión de Alpine —intervino entonces Reno. Todos ellos habían sido asignados a la Unidad de Operaciones Especiales. Se trataba de un cuerpo de élite experimental, financiado en parte por capital privado, y en parte por el gobierno, formado por un grupo de hombres con oscuros y complejos pasados. En los últimos años se habían convertido en una unidad especializada que llevaba a cabo operaciones que otras agencias no podían asumir por cuestiones políticas o por el alto nivel de peligro que entrañaban. Jordán asintió lentamente antes de volver a observar a Peter.
 —Nos reuniremos en el centro de operaciones situado en el parque nacional Big Bend — les dijo—. Recibiréis las órdenes en un par de días. Ian y Reno asintieron y se fueron con rapidez a prepararse para la operación. Lo único que faltaba era que Peter Lanzani aceptara llevarla a cabo. Jordán se sentó en el escritorio, recogió el dossier de la misión y llamó a Peter a su despacho. Peter le hizo esperar. Cuando entró en la oficina, tenía el pelo todavía húmedo por la ducha reciente y sus fríos ojos azules estaban desprovistos de emoción, de vida.
 —¿Estamos preparados?
 —Casi —asintió Jordán, indicándole que tomara asiento en la silla que había frente al escritorio—. El centro de operaciones será desmantelado esta noche y trasladado a la nueva ubicación. Deberíamos tener todo preparado en las próximas cuarenta y ocho horas.
 Peter no dijo nada; sólo miró a Jordán, esperando. Al parecer, ahora tenía una paciencia infinita. Pero cuando entraba en acción, no había nada que lo detuviera ni nadie que fuera más mortífero que él. —Continúa —masculló al fin Peter con voz ronca y rota. Esa voz que una vez había sido fluida y profunda ahora era áspera, casi gutural. —La primera misión será en Tejas —le informó Jordán. Peter ni siquiera parpadeó al oír aquello. Como si en Tejas no hubiera nada que le concerniera. Como si allí no estuviera su familia, su abuelo, su hermano, su padre. Su esposa. —El centro de operaciones estará situado a sesenta kilómetros de Alpine. 
—No. —El tono de Peter resultó gélido. Jordán levantó la carpeta que contenía la información de la misión y la dejó caer delante de Peter. 
—Lee el dossier. Si no quieres llevar a cabo esta misión, respetaré tu decisión. Puedes encargarte del asunto de Siberia y hacer de niñera de esa científica que secuestraron el mes pasado hasta que se te congele el trasero. Pero antes vas a leer el dossier. 
Jordán salió de la oficina cerrando la puerta con un fuerte golpe y dejando a Peter a solas con la información recopilada. Peter —él jamás pensaba en sí mismo como Thiago— se quedó mirando el dossier como si éste fuera una serpiente de cascabel. No quería leerlo. No quería saber. Siberia era un destino tan bueno como cualquier otro. Demonios, aquella científica era la misión perfecta. Al parecer, le gustaba dedicarse a sus proyectos y odiaba tener compañía. Debería ir. Se puso en pie y luego se detuvo. Miró de nuevo el dossier y casi se giró para marcharse. Casi. Una foto se había deslizado desde el interior de la carpeta, y él conocía aquella barbilla.
La cogió lentamente. Sentía una opresión en el pecho, una do-lorosa agonía mientras levantaba la fotografía y fruncía el ceño. Sí, allí estaba la curva familiar de la frente y aquellos preciosos y suaves ojos grises. Pero que lo condenaran si reconocía a la mujer a la que pertenecían. Se parecía a Lali. Su Lali. Era su Lali. Pero había cambiado. Las trenzas eran ahora más oscuras, con algunos mechones casi castaños. Llevaba el pelo más largo. Le caía, espeso y pesado, por debajo de los hombros. Tenía  la cara más angulosa y la expresión más serena. Y no había ninguna sonrisa en sus labios. A menos que estuviese enfadada, Thiago jamás había visto a Lali sin una sonrisa en los labios. En algunas ocasiones soñaba con sus sonrisas, con su risa, su alegría. Algunas veces era lo único que mantenía a raya sus pesadillas. ¿A qué se aferraría ahora que su sonrisa había desaparecido? Sostuvo la foto en una mano, con los ojos fijos en Lali. Se había negado a leer los informes que Jordán tenía de ella y a oír cualquier cosa referente a su esposa en los últimos seis años. Sólo había querido saber la respuesta a dos preguntas cuando surgía su nombre. ¿Estaba viva? ¿Estaba a salvo? Jordán siempre asentía con la cabeza y Peter siempre se alejaba sin querer saber nada más. Tardó muy poco tiempo en leer el dossier de la misión; incluso menos del que necesitó para contener el aullido de furia que le ardía en la garganta.Mariana se encontraba en medio de una operación que había acabado con la vida de tres agentes del FBI y de la esposa de un prominente político. Hijo de perra. En toda su vida, sólo le había pedido una cosa a su padre: que si alguna vez le ocurría algo, cuidara de Mariana, y aquel mentiroso bastardo le había jurado que lo haría. Pero no lo había hecho. Mariana estaba indefensa. Sólo su hermanastro estaba intentando ayudarla. El dossier de la misión estaba lleno de información de Mariana, de su hermanastro, Rory, de su abuelo, Riordan, y del padre que había comenzado a odiar en aquel momento. Y también estaba lleno de peligro. Peligro que podía acabar salpicando a Mariana. Podía verlo. Podía ver los hilos que, si se movían en la dirección correcta, acabarían rodeando el cuello de una esposa que había sido suya, sin importar cuánto lo hubiera negado. Lali podía morir porque él no había cuidado de ella. Se sentó sin dejar de mirar la fotografía. Ya era suficientemente malo que el hombre que Lali había amado hubiera muerto, para que, además, la cascara vacía en la que se había convertido ni siquiera la hubiera protegido. Pasó el dedo por la foto siguiendo la curva de la mejilla mientras cerraba los ojos y recordaba su sonrisa, lo que había sentido al tocarla. Se permitió incluso recordar, al igual que lo hacía en sueños, cómo había sido amarla. 
—Go síoraí1 —susurró, aspirando el perfume de esos recuerdos—. Para siempre, Mariana. Te amaré siempre. Justo en aquel instante, apareció la primera grieta en la coraza de Peter Lanzani.

domingo, 26 de agosto de 2012

Capitulo 1

Una semana después

—Volveré a casa en una semana. —Thiago estaba vestido con vaqueros y camiseta. No parecía un SEAL, sino un marido a punto de salir de viaje de negocios. Nada relevante.
Mariana sabía cómo engañarse a sí misma.

—El todoterreno estará aparcado mañana delante de la tienda —le dijo la joven asintiendo con la cabeza mientras le observaba sacar el petate del armario y girarse hacia ella—. Lo meteré en el garaje y lo cuidaré por ti. -—Mariana le sonrió provocativamente y se retiró el pelo de la cara—. Me debes una, ¿sabes? Tuve que enseñar las piernas para lograr que lo arreglaran tan rápido. Tienes unos mecánicos muy exigentes, Thiago.

El poseía un taller y una estación de autoservicio en las afueras del pueblo. Un pequeño y próspero negocio que Lali sabía que le encantaba.
Thiago soltó un gruñido, recorriendo con la vista las piernas desnudas de la joven cuando ésta se sentó en la cama con unos pantalones cortos.

—Bruja —gruñó él—. Tengo que irme y lo sabes.

Ella se quitó la blusa y se desabrochó los pantalones cortos, dejándolos caer por las piernas. Sin dejar de observar a su esposo, deslizó los dedos por los pliegues desnudos y húmedos de la unión entre sus muslos y luego se llevó la mano a la boca.
Thiago gimió y Lali adoró aquel sonido. Había separado los labios y tenía una mirada salvaje, como si la estuviera saboreando.

—Venga, un revolcón rapidito —susurró ella, desesperada por tenerlo una última vez antes de que la dejara. Se incorporó en la cama cuando él se acercó y le quitó el cinturón con dedos ágiles—. Te desafío. Hazme tuya como más desees. . .

Thiago le dio la vuelta, la empujó sobre el borde de la cama y, al cabo de dos segundos, la estaba penetrando. Duro y palpitante, acariciándola, llenándola, enterrándose en ella con rápidos y duros envites hasta que Lali se sintió atravesada por una violenta y candente sensación de placer.

—Thiago,Thiago, te amo —gritó mientras él la embestía, inmovilizándola y moviendo las caderas con fuerza contra las de ella, sujetándola fieramente con las manos, quemándole la piel con los dedos.
Más tarde, él susurró las mismas palabras con el fluido y lírico sonido gaélico. Le murmuró su amor en el idioma que su abuelo le había enseñado y que ella sentía en el alma.

—Para siempre —susurro Lali, girando la cabeza hacia él y aceptando su beso—. Para siempre, Thiago.

Una semana después

Lali abrió la puerta y se quedó paralizada. El tío de Thiago, Jordán, estaba en el umbral al lado del capellán. Sabía que era un capellán militar por el uniforme oscuro. Jordán llevaba un uniforme blanco, con la gorra en la mano y las medallas colgadas en la pechera. La joven se sintió desfallecer.

—Thiago llegará en cualquier momento —murmuró ella con los labios entumecidos, percatándose de la aflicción y el dolor que reflejaba la expresión de Jordán—. Has llegado pronto, Jordán. El aún no está aquí.

Estaba llorando. Podía sentir cómo lágrimas ardientes le abrasaban la piel mientras se apretaba las manos contra el estómago y se le aflojaban las rodillas.
—Lali. —Jordán tenía la voz ronca y los ojos brillantes por las lágrimas contenidas—. Lo siento.
¿Que lo sentía? ¿Le estaba arrancando las entrañas y decía que lo sentía?
Ella negó con la cabeza.
—Por favor, no lo digas, Jordán. Por favor no lo digas.
—Lali. —El tragó saliva—. Sabes que tengo que hacerlo. -¿Por qué? ¿Por qué tenía que destruirla?
—Señora Esposito —dijo el capellán por él—. Señora, tengo que comunicarle con gran pesar que...
—¡No, no! —gritó ella mientras Jordán la envolvía entre sus brazos y la ayudaba a entrar en casa. La joven siguió gritando. Gritos que le desgarraron el pecho como una cuchillada brutal y despiadada. El dolor la arrastró hasta un profundo pozo de desesperación, un abismo del que no creía que pudiera salir jamás.
—¡Thiago! —lloró, gritando su nombre. El le había jurado que siempre sabría el momento exacto en el que ella lo necesitaría, incluso en la muerte. Porque él tenía ese don. Era por los ojos, le había asegurado, y ella se había reído. Sin embargo, ahora deseaba con todas sus fuerzas que fuera cierto porque necesitaba a Thiago, aquellos feroces ojos irlandeses—. ¡Oh Dios mío, Thiago!

Seis meses después

Lali despertó entre sollozos con la respiración entrecortada y rebuscó en la cama estirando los brazos, arañando las sábanas, la almohada, desesperada por alcanzarle.
Thiago estaba sangrando. Podía ver la sangre en sus manos como si estuviera mirando por los ojos de él. Podía sentir su agonía, sus entrañas retorciéndose, su alma clamando con una angustia que la desgarraba.
Tenía que ser un sueño. Los sollozos le quemaban la garganta mientras se aferraba a las mantas y lanzaba un grito gutural de cruda agonía al sentir que se le partía el corazón.
—¡Thiago!
Gritó su nombre con voz ronca y áspera por las lágrimas, por los horribles meses pasados. En el entierro... ni siquiera la habían dejado verle.
Deshaciéndose en lágrimas, hundió la cara en la almohada y se enfrentó una vez más a la cruda realidad de que Thiago se había ido para siempre.
Habían cerrado el ataúd sin que ella lo viera. No había podido tocarlo, ni besar su amado rostro, ni decirle adiós. No había nada a lo que aferrarse, nada que aliviara aquella agonía sin fin. Sólo había vacío. Vacío en su cama, en su vida. Un doloroso y horrible hueco en su alma. Un vacío que la consumía, que le quemaba la mente y que le recordaba cada segundo, cada día,
que Thiago se había ido.
Thiago se había marchado.
Para siempre.
Salvo en sus pesadillas. Donde él gritaba su nombre. Donde la tocaba y se desvanecía antes de que ella pudiera darle alcance. Donde la miraba con los ojos llenos de pesar. O cuando ella sentía el dolor y las lágrimas de Thiago. Interminables, agonizantes.
Luego, con la misma rapidez con que comenzaban, en cuanto ella se daba cuenta de que lo que sentía era el propio dolor de Thiago, los sueños cambiaban.
—Te amaré siempre, bruja. —Estaba inclinado sobre ella, desnudo, con el pecho brillando, la piel dorada bloqueando el sol radiante, los intensos ojos azules observándola fijamente—. Siente cómo mi alma toca la tuya, Lali. Siente cómo te amo, pequeña...
Un grito desgarrador le quemó la garganta cuando intentó aferrarse al aire, a los insustanciales recuerdos que se desvanecían, que se esfumaban igual que Thiago se había ido.
—Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. Thiago... —susurró Lali apretando la almohada contra el pecho y empezando a mecerse.
Echó la cabeza hacia atrás y soltó un grito desolador desde lo más profundo de su alma partida en dos.

Nueve meses después

Thiago Bedolla estaba en la blanca habitación de la clínica a la que lo habían llevado. Había sufrido durante seis meses la pesadilla más horrible que jamás hubiera imaginado llegar a padecer. Seis meses. Sabía cuántos días, cuántas horas, cuántos minutos y segundos habían pasado desde que había «muerto».
Desde el día que cruzó la puerta de su casa, había estado en el infierno. Se suponía que debía ser una misión sencilla. Tan sólo tenía que rescatar a tres jovencitas secuestradas por un señor de la droga colombiano. Para ello tenía que dejarse capturar y permanecer allí el tiempo suficiente para buscar al agente doble que trabajaba bajo las órdenes del narcotraficante Diego Fuentes.
Había llevado un rastreador electrónico en el talón que él mismo activaría en cuanto viera al espía. Por desgracia, ésa era una información que el espía conocía, y le habían agujereado el pie en cuanto tuvieron oportunidad. Antes de que pudiera reaccionar, Thiago había sido atado a una mesa de madera y le habían suministrado la primera de una serie de drogas sintéticas.
Una droga llamada «polvo de afrodita»; un potente y cegador afrodisíaco. Pero no había encontrado alivio. Porque Thiago, enfurecido, enloquecido y descontrolado, había sido incapaz de romper los votos matrimoniales que le había hecho a su esposa. No importó la cantidad de droga que llegaron a administrarle. Ni cuánto le hubieran tentado.
Observó al grupo de hombres que lo habían rescatado del infierno de Diego Fuentes. Tres doctores, un almirante, un bastardo ceñudo y trajeado —supuestamente un representante del JAG— y su tío, Jordán Malone.
Jordán no llevaba uniforme, lo que ya decía bastante. La renuncia de su tío a los SEAL’s tres meses antes sorprendió a Thiago cuando se enteró. Por supuesto, no había mucho que hacer en la clínica privada y especializada de alta seguridad donde estaba recuperándose, excepto escuchar rumores.
Se había visto sometido a una operación tras otra de cirugía para reparar su cuerpo y su rostro. Habían arreglado lo que había sido dañado y reconstruido lo que no había podido ser arreglado. Pero su mente todavía estaba rota. Ahora no era más que la sombra del hombre que fue.
Sin embargo, todavía seguía siendo un SEAL. No había presentado la renuncia. Pero tenía el presentimiento de que eso sería algo que haría muy pronto.
—Teniente Bedolla. —El almirante inclinó la cabeza en su dirección; su cara llena de arrugas estaba demacrada por el cansancio y la preocupación—. Veo que está bien.
No era cierto. Estaba lejos de estar bien.
Aun así, se puso en posición de firmes, aunque se sentía como si estuvieran estirando sus miembros en un potro de tortura.
Los tres médicos le observaron en silencio. El psicólogo que le habían asignado tomaba notas. Aquel condenado bastardo siempre estaba tomando notas.
—Gracias, señor —logró decir al fin. Sólo quería continuar con los ejercicios que había estado haciendo. Los que llevaban su cuerpo a la extenuación, los que le hacían olvidar aquel deseo infernal que jamás disminuía.
El almirante frunció el ceño mientras lo observaba.
—¿Te duele algo, hijo? —le preguntó.
Thiago intentó mostrarse paciente, pero mostrarse paciente no era precisamente fácil en ese momento.

—Sí, señor, me duele. —No iba a mentir sobre eso. El almirante asintió con la cabeza.
— Quizá eso explique su falta de respeto. -Thiago apretó los dientes.
—Lo siento, señor. El protocolo no es mi fuerte en estos momentos.
Esperaba una respuesta contundente del almirante; no que se suavizaran las arrugas del rostro de su superior ni que un atisbo de empatía le iluminara la mirada.
Holloran no sólo había sido su superior, sino un hombre que merecía su respeto.
—Siéntate, Thiago. —El almirante señaló una silla con la cabeza antes de tomar asiento él mismo.
Thiago miró a Jordán. Su tío ya había tomando asiento, lo que indicaba que el protocolo tampoco significaba mucho para él. Pero no por falta de respeto, sino por arrogancia. Una confianza en sí mismo que apenas había disimulado hasta ahora.
Thiago se sentó con cautela. Aún tenía dificultades con los músculos de la espalda y una pierna, aunque se estaba fortaleciendo gracias a los ejercicios.
El almirante suspiró cuando el silencio llenó la habitación.
—Asistí a tu entierro —dijo finalmente—. Estaba abatido, Thiago. Y verte ahora... —negó con la cabeza—, hace que me pregunte sobre algunas decisiones tomadas a mis espaldas. Yo no habría aprobado esa misión.
—Yo la acepté.
Así de simple. Se suponía que debía de ser una misión sencilla. Pero todavía tema un agujero en el talón que probaba lo contrario.
—Eso es algo que ya discutiremos otro día —gruñó el almirante—. Ahora nos enfrentamos a otro problema.
—¿Han informado a mi esposa de que todavía sigo vivo? —Las palabras sonaron rotas debido al daño que habían sufrido sus cuerdas vocales.
La voz de Thiago era ahora más ronca, más áspera, pero, al menos, podía hablar.
—Todavía no —respondió el almirante.
—No quiero que lo sepa.
Thiago clavó la mirada en su superior. Era consciente de los vendajes que todavía le cubrían la frente, de las heridas que aún tenían que cicatrizar. Pero era mucho más consciente de los efectos de aquel maldito «polvo de afrodita», que aquellos bastardos de Fuentes y Jansen Clay le habían inyectado en el cuerpo.
Tan sólo había sido un conejillo de indias para ellos. El SEAL al que querían corromper con aquella horrible droga que habían probado en él. Pero no lo habían conseguido. En vez de eso, lo habían convertido en un monstruo.
—Mariana está muy afectada, Thiago —dijo Jordán entonces—. Todavía está de luto... Todavía llora por ti.
—Dejará de llorar. Mariana es fuerte. —Se encogió de hombros como si aquello no tuviese importancia y vio que el almirante y su tío intercambiaban una mirada.
Estaba mintiendo. Su Lali no era fuerte. Era tierna y dulce, y podía jurar que oía los gritos de su mujer en sus sueños, en sus pesadillas, abriendo una dolorosa herida en su alma que nunca se curaba, porque no conseguía sacarse los gritos de la cabeza.
¿Cuánto más fuertes serían sus gritos si lo viese ahora? Su pequeña y dulce Lali había adorado su cuerpo. La última vez que salió por la puerta de su casa él había sido un hombre fuerte, duro, pero también un hombre que sabía cómo ser tierno. Aquel hombre ya no existía. No había nada tierno en la oscuridad, en los lujuriosos sueños que tenía en esos momentos. Soñaba con la muerte. Y soñaba con Lali. Con el deseo voraz que sería incapaz de contener si ella se acercaba a él.
—Estoy muerto —aseguró. Su voz sonó fría al pensar en las consecuencias de intentar regresar con su esposa—. Y pienso seguir así.

sábado, 25 de agosto de 2012

la cara oculta de la pasion



Prólogo




Thiago Bedolla se sentó en el escritorio de la oficina del tallermecánico que poseía y contempló a la joven que hablabacon uno de sus empleados. Parecía enfadada y exasperada.El cabello negro ceniza le caía sobre los hombros, una hermosa cascada quebrillaba bajo la luz del sol. No erademasiado delgada. Tenía unas curvas estupendas, un trasero de infartodebajo de aquella falda negra, y unos pechos erguidos y tentadores cubiertospor una blusa color chocolate .Unos taconesaltos completaban el atuendo. Se preguntó si llevaría medias o pantys,aunque ciertamente parecía una mujer de medias. Finalmente, la jovenlevantó las manos, alzó la vista y sus miradas se cruzaron. Las fosas nasalesfemeninas se ensancharon con determinación y se apresuró a dejar atrás al mecánico con el que había estadodiscutiendo, enfilando hacia la puerta de su oficina. Thiago observó cómo aquella asombrosa visión atravesaba laestancia y plantaba las manosen su escritorio mientras lo fulminaba con lamirada
.—Mire, todo lo que necesito es una llave inglesa —dijo enérgicamente—. Présteme una. Véndamela si quiere. No importa.Si no arreglo ese coche, acabaré teniendo que hacer autostop. ¿Tengo pinta de quererhacer autostop? —Extendió los brazosal tiempo que se incorporaba, le dirigió una angustiada mirada con sus hermososojos grises y apretó los labiosrosados al darse cuenta de que el mecánico se acercaba por su espalda.

—No,señora, no la tiene. —Thiago negó con la cabeza, deslizando la mirada por su figura antes de volver su atenciónal mecánico—. ¿Hay alguna razón por laque no podamos revisarle el coche? —le preguntó al otro hombre. Sammyentrecerró los ojos.
—El taller está completo, jefe, ya se lo he dicho.
—Sólo unallave inglesa —gruñó ella entre dientes—. Sólo préstenme una maldita llaveinglesa. 
Parecía frustrada. Tenía la frentecubierta de sudor y las mejillas relucientes. Pero la expresión de surostro se relajó cuando logró controlar sus emociones.
—Escuche. —La joven había suavizado la voz, y él quedó cautivado. Allí,ante la voz de aquella dulce y hermosa sureña, Thiago Bedolla perdió el corazón—. Sólo necesito un poco de ayuda. Se lojuro. Si me deja en la estacada llegaré tarde a una entrevista de trabajo. Leprometo que no le robaré demasiado tiempo. La joven sonrió, y él sintió que el mundo se movía bajo sus pies. Aquelloslabios se curvaron dulcemente, con una mezcla de nerviosismo ,frustración ypreocupación, y se mantuvieron así. Pero le había sonreído y ese simple gesto había conseguido que Thiagovolviera a sentirse como un adolescente. 
Se levantó del escritorio yseñaló la puerta con la mano.
—Muéstreme el coche. La ayudaremos a ponerse encamino.
—Pero jefe, estamos hasta arriba —protestó Sammy.  
Thiago loignoró y observó cómo la joven se giraba y lo precedía hasta la puerta.Su mirada se demoró en el trasero femenino mientras ella caminaba y fue la más hermosa de las visiones. Lehormiguearon las manos por las ganasde tocarla. Ardía en deseos de acunar aquellas curvas y sentirlas bajolos dedos.
—Me llamo Mariana. —La joven lebrindó una sonrisa por encima del hombro—. De veras, no sabe cuánto leagradezco lo que está haciendo.- Ese acento de Georgia conseguiría que élse corriera en los vaqueros. No podría contenerse si ella seguía hablándolede esa manera. Tenía que aprovechar la oportunidad.
Le costará algo —le dijo arrastrando las palabrasmientras abría el capó del pequeño sedán deportivo.
—Siempre es así—suspiró ella—. ¿De cuánto estamos hablando? Parecíapreocupada. Definitivamente, era una mujer con una meta y estaba dispuesta a conseguirla. Tenía las uñascuidadas, el maquillaje justo para resaltar sus rasgos y los labiossuaves.

—Una cena. —Thiago sonrió ampliamenteal percibir la sorpresa en los ojos femeninos.
—¿Una cena? —La cautela sereflejó en la voz de la joven.
—Sólo una cena —le prometió él. Por ahora—.Esta noche. -
Ella le miró fijamente durante un largo momento; aquellos ojosgrises parecieron clavarse en los de él,escrutando y calentando zonas en su interior que Thiago no sabía que existieran. Y mucho menos queestuvieran frías. Al fin, curvó los labios, brindándole una encantadora y coquetasonrisa.
—¿El chico malo de Alpine me está invitando a cenar? —se mofóellatraviesamente—. Creo que me voy a desmayar.
—Me estás confundiendo conSammy. —Señaló al mecánico—. Yo sólosoy un simple mecánico y un SEAL. —Las mujeres se morían por los SEAL’s.Y él haría cualquier cosa por impresionarla.
—Thiago Bedolla, el SEAL de la feroz mirada azul y sonrisacautivadora —replicó la joven—. Sé quién eres.
—Pero yo no sé quién eres tú —adujo él sombríamente—.Y me encantaría descubrirlo. Aquella mirada de nuevo. Intensa, penetrante.
—En la cena —acordó ella al fin—, nos veremos entonces.
¡Bien!
—Reservaré mesa en Piedmont's. —Nombró el restaurante más caro del pueblo,lo que tampoco decía nada—. A las siete.
—De acuerdo, estaré allí a las siete. Pero no podréhacerlo si no me arreglas el coche. Mariana sonrió conironía para sus adentros.
 Tenía elpresentimiento de que si le contaba que sabía qué era exactamente lo que le ocurría a su coche, jamás la creería. Le dejó perder el tiempo,encontrar el manguito suelto y apretarlo. No le había mentido cuando lehabía dicho que lo único que necesitaba erauna llave inglesa. Su padre le había enseñado cómo arreglárselas con cualquiervehículo hacía mucho tiempo. Por desgracia, en aquel momento no teníauna llave inglesa a mano. Así que dejó que learreglara el coche, fingiendo que era una pobre mujer indefensa, porque leencantaba la manera en que la miraba, cómo se oscurecían aquellosferoces ojos azules que brillaban intensamente en su rostro bronceado.
—A las siete —le recordó él mientras cerraba el capó y la miraba con intensidad—.Te estaré esperando.
—Allí estaré —le prometió. No había manera de que ella no acudiera ala cita. Lo había visto con frecuencia en elpueblo, incluso había tenido fantasías con él un par de veces. El ardiente SEAL. El niño malo de Alpine. Todaslas chicas de la facultad iban trasél. Pero, tal y como decidió Mariana en ese momento, Thiago iba a sersuyo.


Dos años después

—Oh, Dios, Lali, ¿qué has hecho? -Lajoven dio un respingo y se giró hacia su esposo, que se dirigía furioso al lugar donde su coche había impactado conla parte trasera del todoterreno. 
Fascinada, observó sus feroces ojos azules, sus rasgospálidos, el cuerpo duro y moreno, el pecho húmedo desudor, las briznas de la hierba que había estado cortando pegadas a los vaqueros..
.—Es sólo una pequeña abolladura, Thiago. Te lo prometo. —Tenía el corazónen la garganta. No por miedo. El jamás le haría daño. Pero su furia eratemible.—Una pequeña abolladura.
 La agarró por los hombros, la apartóaun lado y bajó la mirada hacia elguardabarros abollado que se había hundido en el parachoques de su todo terreno.Había sido un accidente. Y, en realidad,había ocurrido por culpa de Thiago. Si no hubiera estado cortando el césped sinllevar nada más que las botas yaquellos vaqueros que le ceñían el trasero, jamás habría ocurrido.
—Has chocado contra mi coche. —El orgullo y la indignaciónrezumaban en su voz—. Es mi todoterreno, Lali.
Sí. Lo era. Estaba muy orgulloso del potente cuatro por cuatro negro. Lo mimaba más que cualquier mujer a su hijo. Lalise hubiera sentido celosa si no fuera porque no había manera de que él pudierameter el vehículo en casa.—Lo siento mucho, Thiago. —Su voz se volvióronca al alzar la mirada hacia él, mordiéndose los labios con nerviosismomientras se preguntaba cuánto tardaría en enfurecerse. En cuanto lo hiciera, setransformaría en un hombre sombrío y parco en palabras. La fulminaría con la mirada.Se dedicaría a ver partidos de béisbol. Se acostaría tarde. Muy tarde. Mucho después de que ella se hubiera ido a dormir.No hablaría con ella hasta la mañana siguiente. Lo cual era,sencillamente, injusto.
—Thiago, por favor, no te enfades conmigo.

—¿Cómo es posible que hayas chocado contra mi todoterreno?¿Cómo?Si estaba aparcado aquí mismo. A plena vista, Mariana. —Se estaba enfadando. Sólodecía su nombre completo o sus apellidos cuando estaba o muy enfadado o muyexcitado. Y no estaba excitado. Aquello no era una buena señal. Lali podíavivir con eso durante unos días, pero no le apetecía. Dio un fuerte pisotón enel suelo y lo miró furiosa.
—Si no fuera por tu culpa, jamás habría chocado.
—¿Por mi culpa? –Thiago  retrocedió un paso, negandoviolentamente con la cabeza—. ¿Cómo puede ser esto culpa mía?
—Porque estabas cortando la hierba sin camisa, vestido sólo con esos provocativosvaqueros y las botas, y en cuanto vi ese culo prieto me puse caliente. Has sidotú quien me ha distraído, así que la culpa es tuya. Si te hubieras vestido demanera decente esto no habría ocurrido, Thiago-

...El la besó. No fue un beso tierno o gentil, sino áspero, rudo y lleno delujuria. La estrechó con fuerza contra su cuerpo ypresionó su miembro contra el abdomen femenino, haciéndola jadear de placer.
—Te mereces unos buenos azotes. —La tomó en brazos yatravesó con ella el patio, dejando abierta la puerta del cochede la joven y alejándose del todoterreno abollado—. Debería zurrarte, Sabella. Ver cómo eseprecioso trasero que tienes se pone completamente rojo. -Entró y cerró la puerta de un golpe antes dedirigirse hacia las escaleras.
—Oh, zúrrame, Thiago —le susurró la joven provocativamente al oído—. Hazque suplique.-
 Else estremeció contra ella, la arrojó sobre la cama y se dispuso a hacerque le pedía.


Una semana después…



Olaaaa!! como estamos? espero que perfectas jajaj bueno queria informaros que soy una chica que esta subiendo una novela propia en el foro ficsdeca que se llama no soy quien crees, y hace un tiempo que lei este libro que me encanta realmente y bueno intente publicarlo alli pero el caso esque no me dejan subir adaptaciones, entonces decidi crearme el blog para subirla y aqui estoy jajaaj y nada mas que espero que leais y que os guste!
espero vuestas opiniones!

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