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domingo, 26 de agosto de 2012

Capitulo 1

Una semana después

—Volveré a casa en una semana. —Thiago estaba vestido con vaqueros y camiseta. No parecía un SEAL, sino un marido a punto de salir de viaje de negocios. Nada relevante.
Mariana sabía cómo engañarse a sí misma.

—El todoterreno estará aparcado mañana delante de la tienda —le dijo la joven asintiendo con la cabeza mientras le observaba sacar el petate del armario y girarse hacia ella—. Lo meteré en el garaje y lo cuidaré por ti. -—Mariana le sonrió provocativamente y se retiró el pelo de la cara—. Me debes una, ¿sabes? Tuve que enseñar las piernas para lograr que lo arreglaran tan rápido. Tienes unos mecánicos muy exigentes, Thiago.

El poseía un taller y una estación de autoservicio en las afueras del pueblo. Un pequeño y próspero negocio que Lali sabía que le encantaba.
Thiago soltó un gruñido, recorriendo con la vista las piernas desnudas de la joven cuando ésta se sentó en la cama con unos pantalones cortos.

—Bruja —gruñó él—. Tengo que irme y lo sabes.

Ella se quitó la blusa y se desabrochó los pantalones cortos, dejándolos caer por las piernas. Sin dejar de observar a su esposo, deslizó los dedos por los pliegues desnudos y húmedos de la unión entre sus muslos y luego se llevó la mano a la boca.
Thiago gimió y Lali adoró aquel sonido. Había separado los labios y tenía una mirada salvaje, como si la estuviera saboreando.

—Venga, un revolcón rapidito —susurró ella, desesperada por tenerlo una última vez antes de que la dejara. Se incorporó en la cama cuando él se acercó y le quitó el cinturón con dedos ágiles—. Te desafío. Hazme tuya como más desees. . .

Thiago le dio la vuelta, la empujó sobre el borde de la cama y, al cabo de dos segundos, la estaba penetrando. Duro y palpitante, acariciándola, llenándola, enterrándose en ella con rápidos y duros envites hasta que Lali se sintió atravesada por una violenta y candente sensación de placer.

—Thiago,Thiago, te amo —gritó mientras él la embestía, inmovilizándola y moviendo las caderas con fuerza contra las de ella, sujetándola fieramente con las manos, quemándole la piel con los dedos.
Más tarde, él susurró las mismas palabras con el fluido y lírico sonido gaélico. Le murmuró su amor en el idioma que su abuelo le había enseñado y que ella sentía en el alma.

—Para siempre —susurro Lali, girando la cabeza hacia él y aceptando su beso—. Para siempre, Thiago.

Una semana después

Lali abrió la puerta y se quedó paralizada. El tío de Thiago, Jordán, estaba en el umbral al lado del capellán. Sabía que era un capellán militar por el uniforme oscuro. Jordán llevaba un uniforme blanco, con la gorra en la mano y las medallas colgadas en la pechera. La joven se sintió desfallecer.

—Thiago llegará en cualquier momento —murmuró ella con los labios entumecidos, percatándose de la aflicción y el dolor que reflejaba la expresión de Jordán—. Has llegado pronto, Jordán. El aún no está aquí.

Estaba llorando. Podía sentir cómo lágrimas ardientes le abrasaban la piel mientras se apretaba las manos contra el estómago y se le aflojaban las rodillas.
—Lali. —Jordán tenía la voz ronca y los ojos brillantes por las lágrimas contenidas—. Lo siento.
¿Que lo sentía? ¿Le estaba arrancando las entrañas y decía que lo sentía?
Ella negó con la cabeza.
—Por favor, no lo digas, Jordán. Por favor no lo digas.
—Lali. —El tragó saliva—. Sabes que tengo que hacerlo. -¿Por qué? ¿Por qué tenía que destruirla?
—Señora Esposito —dijo el capellán por él—. Señora, tengo que comunicarle con gran pesar que...
—¡No, no! —gritó ella mientras Jordán la envolvía entre sus brazos y la ayudaba a entrar en casa. La joven siguió gritando. Gritos que le desgarraron el pecho como una cuchillada brutal y despiadada. El dolor la arrastró hasta un profundo pozo de desesperación, un abismo del que no creía que pudiera salir jamás.
—¡Thiago! —lloró, gritando su nombre. El le había jurado que siempre sabría el momento exacto en el que ella lo necesitaría, incluso en la muerte. Porque él tenía ese don. Era por los ojos, le había asegurado, y ella se había reído. Sin embargo, ahora deseaba con todas sus fuerzas que fuera cierto porque necesitaba a Thiago, aquellos feroces ojos irlandeses—. ¡Oh Dios mío, Thiago!

Seis meses después

Lali despertó entre sollozos con la respiración entrecortada y rebuscó en la cama estirando los brazos, arañando las sábanas, la almohada, desesperada por alcanzarle.
Thiago estaba sangrando. Podía ver la sangre en sus manos como si estuviera mirando por los ojos de él. Podía sentir su agonía, sus entrañas retorciéndose, su alma clamando con una angustia que la desgarraba.
Tenía que ser un sueño. Los sollozos le quemaban la garganta mientras se aferraba a las mantas y lanzaba un grito gutural de cruda agonía al sentir que se le partía el corazón.
—¡Thiago!
Gritó su nombre con voz ronca y áspera por las lágrimas, por los horribles meses pasados. En el entierro... ni siquiera la habían dejado verle.
Deshaciéndose en lágrimas, hundió la cara en la almohada y se enfrentó una vez más a la cruda realidad de que Thiago se había ido para siempre.
Habían cerrado el ataúd sin que ella lo viera. No había podido tocarlo, ni besar su amado rostro, ni decirle adiós. No había nada a lo que aferrarse, nada que aliviara aquella agonía sin fin. Sólo había vacío. Vacío en su cama, en su vida. Un doloroso y horrible hueco en su alma. Un vacío que la consumía, que le quemaba la mente y que le recordaba cada segundo, cada día,
que Thiago se había ido.
Thiago se había marchado.
Para siempre.
Salvo en sus pesadillas. Donde él gritaba su nombre. Donde la tocaba y se desvanecía antes de que ella pudiera darle alcance. Donde la miraba con los ojos llenos de pesar. O cuando ella sentía el dolor y las lágrimas de Thiago. Interminables, agonizantes.
Luego, con la misma rapidez con que comenzaban, en cuanto ella se daba cuenta de que lo que sentía era el propio dolor de Thiago, los sueños cambiaban.
—Te amaré siempre, bruja. —Estaba inclinado sobre ella, desnudo, con el pecho brillando, la piel dorada bloqueando el sol radiante, los intensos ojos azules observándola fijamente—. Siente cómo mi alma toca la tuya, Lali. Siente cómo te amo, pequeña...
Un grito desgarrador le quemó la garganta cuando intentó aferrarse al aire, a los insustanciales recuerdos que se desvanecían, que se esfumaban igual que Thiago se había ido.
—Oh, Dios mío. Oh, Dios mío. Thiago... —susurró Lali apretando la almohada contra el pecho y empezando a mecerse.
Echó la cabeza hacia atrás y soltó un grito desolador desde lo más profundo de su alma partida en dos.

Nueve meses después

Thiago Bedolla estaba en la blanca habitación de la clínica a la que lo habían llevado. Había sufrido durante seis meses la pesadilla más horrible que jamás hubiera imaginado llegar a padecer. Seis meses. Sabía cuántos días, cuántas horas, cuántos minutos y segundos habían pasado desde que había «muerto».
Desde el día que cruzó la puerta de su casa, había estado en el infierno. Se suponía que debía ser una misión sencilla. Tan sólo tenía que rescatar a tres jovencitas secuestradas por un señor de la droga colombiano. Para ello tenía que dejarse capturar y permanecer allí el tiempo suficiente para buscar al agente doble que trabajaba bajo las órdenes del narcotraficante Diego Fuentes.
Había llevado un rastreador electrónico en el talón que él mismo activaría en cuanto viera al espía. Por desgracia, ésa era una información que el espía conocía, y le habían agujereado el pie en cuanto tuvieron oportunidad. Antes de que pudiera reaccionar, Thiago había sido atado a una mesa de madera y le habían suministrado la primera de una serie de drogas sintéticas.
Una droga llamada «polvo de afrodita»; un potente y cegador afrodisíaco. Pero no había encontrado alivio. Porque Thiago, enfurecido, enloquecido y descontrolado, había sido incapaz de romper los votos matrimoniales que le había hecho a su esposa. No importó la cantidad de droga que llegaron a administrarle. Ni cuánto le hubieran tentado.
Observó al grupo de hombres que lo habían rescatado del infierno de Diego Fuentes. Tres doctores, un almirante, un bastardo ceñudo y trajeado —supuestamente un representante del JAG— y su tío, Jordán Malone.
Jordán no llevaba uniforme, lo que ya decía bastante. La renuncia de su tío a los SEAL’s tres meses antes sorprendió a Thiago cuando se enteró. Por supuesto, no había mucho que hacer en la clínica privada y especializada de alta seguridad donde estaba recuperándose, excepto escuchar rumores.
Se había visto sometido a una operación tras otra de cirugía para reparar su cuerpo y su rostro. Habían arreglado lo que había sido dañado y reconstruido lo que no había podido ser arreglado. Pero su mente todavía estaba rota. Ahora no era más que la sombra del hombre que fue.
Sin embargo, todavía seguía siendo un SEAL. No había presentado la renuncia. Pero tenía el presentimiento de que eso sería algo que haría muy pronto.
—Teniente Bedolla. —El almirante inclinó la cabeza en su dirección; su cara llena de arrugas estaba demacrada por el cansancio y la preocupación—. Veo que está bien.
No era cierto. Estaba lejos de estar bien.
Aun así, se puso en posición de firmes, aunque se sentía como si estuvieran estirando sus miembros en un potro de tortura.
Los tres médicos le observaron en silencio. El psicólogo que le habían asignado tomaba notas. Aquel condenado bastardo siempre estaba tomando notas.
—Gracias, señor —logró decir al fin. Sólo quería continuar con los ejercicios que había estado haciendo. Los que llevaban su cuerpo a la extenuación, los que le hacían olvidar aquel deseo infernal que jamás disminuía.
El almirante frunció el ceño mientras lo observaba.
—¿Te duele algo, hijo? —le preguntó.
Thiago intentó mostrarse paciente, pero mostrarse paciente no era precisamente fácil en ese momento.

—Sí, señor, me duele. —No iba a mentir sobre eso. El almirante asintió con la cabeza.
— Quizá eso explique su falta de respeto. -Thiago apretó los dientes.
—Lo siento, señor. El protocolo no es mi fuerte en estos momentos.
Esperaba una respuesta contundente del almirante; no que se suavizaran las arrugas del rostro de su superior ni que un atisbo de empatía le iluminara la mirada.
Holloran no sólo había sido su superior, sino un hombre que merecía su respeto.
—Siéntate, Thiago. —El almirante señaló una silla con la cabeza antes de tomar asiento él mismo.
Thiago miró a Jordán. Su tío ya había tomando asiento, lo que indicaba que el protocolo tampoco significaba mucho para él. Pero no por falta de respeto, sino por arrogancia. Una confianza en sí mismo que apenas había disimulado hasta ahora.
Thiago se sentó con cautela. Aún tenía dificultades con los músculos de la espalda y una pierna, aunque se estaba fortaleciendo gracias a los ejercicios.
El almirante suspiró cuando el silencio llenó la habitación.
—Asistí a tu entierro —dijo finalmente—. Estaba abatido, Thiago. Y verte ahora... —negó con la cabeza—, hace que me pregunte sobre algunas decisiones tomadas a mis espaldas. Yo no habría aprobado esa misión.
—Yo la acepté.
Así de simple. Se suponía que debía de ser una misión sencilla. Pero todavía tema un agujero en el talón que probaba lo contrario.
—Eso es algo que ya discutiremos otro día —gruñó el almirante—. Ahora nos enfrentamos a otro problema.
—¿Han informado a mi esposa de que todavía sigo vivo? —Las palabras sonaron rotas debido al daño que habían sufrido sus cuerdas vocales.
La voz de Thiago era ahora más ronca, más áspera, pero, al menos, podía hablar.
—Todavía no —respondió el almirante.
—No quiero que lo sepa.
Thiago clavó la mirada en su superior. Era consciente de los vendajes que todavía le cubrían la frente, de las heridas que aún tenían que cicatrizar. Pero era mucho más consciente de los efectos de aquel maldito «polvo de afrodita», que aquellos bastardos de Fuentes y Jansen Clay le habían inyectado en el cuerpo.
Tan sólo había sido un conejillo de indias para ellos. El SEAL al que querían corromper con aquella horrible droga que habían probado en él. Pero no lo habían conseguido. En vez de eso, lo habían convertido en un monstruo.
—Mariana está muy afectada, Thiago —dijo Jordán entonces—. Todavía está de luto... Todavía llora por ti.
—Dejará de llorar. Mariana es fuerte. —Se encogió de hombros como si aquello no tuviese importancia y vio que el almirante y su tío intercambiaban una mirada.
Estaba mintiendo. Su Lali no era fuerte. Era tierna y dulce, y podía jurar que oía los gritos de su mujer en sus sueños, en sus pesadillas, abriendo una dolorosa herida en su alma que nunca se curaba, porque no conseguía sacarse los gritos de la cabeza.
¿Cuánto más fuertes serían sus gritos si lo viese ahora? Su pequeña y dulce Lali había adorado su cuerpo. La última vez que salió por la puerta de su casa él había sido un hombre fuerte, duro, pero también un hombre que sabía cómo ser tierno. Aquel hombre ya no existía. No había nada tierno en la oscuridad, en los lujuriosos sueños que tenía en esos momentos. Soñaba con la muerte. Y soñaba con Lali. Con el deseo voraz que sería incapaz de contener si ella se acercaba a él.
—Estoy muerto —aseguró. Su voz sonó fría al pensar en las consecuencias de intentar regresar con su esposa—. Y pienso seguir así.

2 comentarios:

  1. Mravillos el capitulo y la novela en si estoy re enganchada a ella, espero leerle el siguiente pronto

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  2. Menuda historia ,¡Dios!,escalofriante.

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